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Últimamente no dejamos de escuchar, visionar o leer artículos sobre la violencia en los terrenos de juego de nuestros hijos, pero una violencia promovida ―la mayor parte de las veces― por los propios padres-familiares-amigos que están en las gradas y no por los niños que compiten. Estas innecesarias acciones, cada vez más presentes gracias a que en la actualidad es muy fácil grabar lo que sea en cualquier momento, normalmente se producen en los campos de fútbol, mucho más que en cualquier otro deporte. Así, nos percatamos que, en cada partido, los padres de estos niños se esmeran en dejar demasiado clara su opinión personal sobre todo lo que rodea a la afrenta: el árbitro no pita bien, el niño del otro equipo ha cometido una falta, eso no es penalti, o peor aún, les gritan órdenes a sus hijos desde las gradas. Muchos padres no son conscientes de que sus hijos aprenden por imitación de lo que ven y si lo que ven es agresividad y violencia, eso es lo que harán. Los chavales, entonces, se educan desde la falta del respeto al contrario y al árbitro, en esa competitividad que exigen los padres y el «todo vale con tal de ganar». La línea de comportamiento de lo que está bien o mal es difusa y los excesos no siempre se sancionan. | |||
Las consecuencias, como señalan los profesionales que trabajan en el deporte, pueden ser nefastas para los propios niños. Depende de cada caso particular, pero estos aprendizajes se pueden convertir no sólo en un rechazo a la práctica deportiva, sino, lo que es peor, en efectos nocivos para la personalidad del niño. ¿Por qué se dan estas situaciones? Existe una cultura deportiva dentro de cada deporte. El fútbol es el deporte rey por la pasión que despierta. Cuando en las gradas de primera división se ve a los hinchas de cada equipo gritar, insultar, amenazar e incluso pelear por una falta mal pitada o interpretada como no sancionable, los niños aprenden. Cuando dos jugadores se enseñan las uñas o se enzarzan en una reyerta, los niños aprenden. Cuando un «espontáneo» salta de las gradas al campo para pegar o mostrar de cualquier otro modo su descontento, los niños aprenden. Éstas o similares situaciones fueron asimiladas e interiorizadas en su día por los padres que ahora actúan igual en el campo de fútbol de sus hijos. No es un fenómeno nuevo. Y ―como bien sabemos los psicólogos― cualquier acción que provoque un sentimiento potente, como en este caso sería la pasión, se aprende e interioriza con mucha más fuerza y, por ello, el niño terminará reaccionando de un modo similar ante situaciones parecidas. Así, el círculo se cierra y cada generación perpetúa un comportamiento a todas luces reprobable. La paradoja es que, si preguntamos a padres, madres, entrenadores, árbitros, directivos de clubs, etc., si el deporte es educativo, la respuesta será que «por supuesto». Parece un tópico aceptar que el fútbol, y el deporte en general, es una práctica formativa que ayuda al desarrollo del jugador y a la formación de su carácter, una escuela de vida. Se acepta con mucha facilidad que en el deporte existen unos valores, aunque ya no queda tan claro la forma en cómo estos se transmiten. Evidentemente, el planteamiento de fondo es que sí, que el deporte puede ser un excelente medio educativo. Lo que ya no es tan habitual es tomar conciencia de en qué radica ese potencial. Por otro lado, al hablar de estos valores, damos casi siempre por supuesto que se trata de valores considerados como positivos, sin pensar que también existen otros de negativos. La práctica de un deporte es educativa en tanto en cuanto así lo crean y lo pongan en práctica los diferentes adultos implicados en la actividad. Jugar en un equipo de fútbol, practicar patinaje artístico o un arte marcial puede aportar valores positivos, pero también negativos al generar frustración, agravios y emociones reprobables. En sí misma, la actividad no es la que se decanta hacia unos u otros; lo que sí es determinante es la forma en cómo quienes rodean al jugador o deportista afrontan la actividad. Un árbitro que transmita sus decisiones con dureza o desprecio, unos padres que le gritan o se enfrentan con otros padres, también transmite valores, aunque sean negativos y lleven a consecuencias indeseables. Aceptar este rol, esta responsabilidad educativa, no es fácil. En el deporte infantil se «educa la tribu», todos los implicados deben asumir un papel que les compromete y que condiciona sus manifestaciones y reacciones. Los primeros son los padres y los entrenadores. Los padres y madres son los patrocinadores, se encargan de la logística, de los desplazamientos y asumen un calendario que marca la agenda familiar. Su rol es peculiar, son necesarios, pero llegado el momento deben quedar al margen; están involucrados emocionalmente y viven de cerca la temporada, aunque el entrenador les deja al margen de decisiones que a menudo no entienden, pero que han de aceptar. Desde hace años, el papel de los padres y madres está siendo considerado como una faceta más en la intervención del psicólogo del deporte. En muchos clubs y federaciones deportivas no existe un espacio ni una línea de actuación pensada para ellos. Parece como si este colectivo debiera ser capaz de funcionar espontáneamente, asumiendo su día a día en paralelo a la actividad mucho más programada de sus hijos. En general, un profesional de la Psicología del deporte ayuda a mejorar el rendimiento del jugador y del equipo, pero también proporciona directrices y pautas de funcionamiento para los entrenadores, los árbitros y para los padres y madres. Se trata de ganar su complicidad, de mediar e integrarles en la programación, alineando objetivos y estableciendo un papel para cada implicado. De estas iniciativas han surgido programas de intervención para padres de deportistas, modelos de contratos y acuerdos que les comprometen a la hora de asumir su papel respecto a los hijos, al entrenador y a los árbitros. Quizá esta vía de intervención no solucione todos los conflictos ni evite que se publiquen más noticias indeseables sobre violencia en el deporte infantil, pero allí donde se ha aplicado ha tenido efectos positivos rápidos y duraderos, por lo que la conclusión es evidente: debemos animar encarecidamente a todas las instituciones que trabajen el deporte con niños, especialmente al Consejo Superior de Deportes y la Real Federación Española de Fútbol, con sus correspondientes Federaciones Territoriales, y con la mediación de los psicólogos del deporte en primera línea, como puntal a partir del cual desarrollar un proyecto efectivo encaminado a solventar y erradicar o, por lo menos, mitigar visiblemente este acuciante problema.
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