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¿Por qué agreden las mujeres?, ¿cómo explicamos y abordamos la delincuencia femenina?, ¿somos capaces de evaluar el riesgo de violencia en ellas?, ¿existen programas para distintos tipos de agresoras? Estas son algunas de las cuestiones a las que nos enfrentamos a la hora de analizar la violencia femenina. Para muchos, la propia violencia femenina es un enigma, es insignificante o es simplemente resultado de una mano negra masculina o la defensa propia. La perspectiva de género ha calado en nuestra sociedad en normas y políticas sociales, leyes o educación. Sin embargo, al margen del camino que aún queda por recorrer en estas áreas, también es cierto que la misma perspectiva no se ha extendido por igual a ámbitos como el estudio de la delincuencia, donde el foco de atención está puesto en los varones (que, obviamente, representan la mayoría de los casos). |
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Que las mujeres son capaces de cometer los mismos tipos delictivos que los hombres es algo conocido y ampliamente estudiado en el contexto anglosajón desde hace muchas décadas. Pese a ello, la propia estructura patriarcal de la sociedad ha facilitado la consideración de estas mujeres como enfermas, supeditadas a un varón u obligadas por presiones sociales. En el contexto jurídico se ha dado la denominada hipótesis de la caballerosidad, un sesgo que implica tratar de forma diferente a las mujeres delincuentes, considerándolas menos culpables y menos peligrosas, eso sí, siempre que se ajusten al estereotipo o imagen social de la mujer. Con independencia de la injusticia de este hábito (incluso su machismo de fondo), los sesgos han influido también en lo que los académicos estudiamos y en los problemas a los que destinamos recursos. También limita nuestra actividad diaria, por ejemplo, en el caso de la violencia de pareja donde la mujer es considerada por defecto víctima, incluso cuando ella ha agredido (ha sido defensa propia, si una mujer pega será por algo, cómo le va a pegar ella a él, etc.). En España, la cifra de mujeres presas se ha duplicado en las dos últimas décadas, aunque la proporción respecto a los hombres sigue constante, en torno a un 8%. En menores, la proporción de delitos cometidos por mujeres se duplica y roza el 20%. Las bajas prevalencias en delitos violentos hacen que pasen desapercibidas y que incluso sea difícil desarrollar investigaciones (en especial aquellas que implican la creación de grupos para tratamiento, por ejemplo o el seguimiento para valorar la reincidencia, por ejemplo). Por otro lado, la baja tasa de reincidencia impide demostrar que las intervenciones son eficaces o que las herramientas son útiles en la predicción. La consecuencia de estos sesgos y cifras son claras: tenemos herramientas y programas diseñados por y para varones, desatendiendo las necesidades específicas de las mujeres.
A la espera de la acumulación de evidencias en nuestro contexto, debemos seguir las recomendaciones de aquellos países con más experiencia en la materia, desarrollar más iniciativas como las que en la actualidad se llevan a cabo en medidas penales alternativas (como los programas PROBECO y ENCUENTRO que contemplan la intervención con mujeres delincuentes o agresoras) o en prisiones (con la adaptación de algunos programas) e impulsar el estudio de muestras menos significativas (estadísticamente) pero igualmente relevantes. Entre las recomendaciones que se derivan de esta situación está adoptar definiciones más amplias de la violencia en las que quepan formas de abuso distintas al patrón hombre agresor/mujer víctima. Hombres y mujeres, aunque con diferencias en prevalencias, pueden ser víctimas o agresores con independencia, además, de su orientación sexual (esta última cuestión especialmente relevante en el caso de la violencia de pareja). Sabemos que las mujeres no solo agreden en defensa propia por lo que es necesario conocer la magnitud del problema para poder establecer sistemas de evaluación y objetivos de intervención. Evaluación y tratamiento son dos caras de la misma moneda, necesarias para la prevención de la violencia. Ambas afectan al propio infractor, a la víctima y a la sociedad en su conjunto. La desproporción en cifras entre hombres y mujeres no justifica la desatención de las necesidades en ellas, ni la desprotección de sus posibles víctimas cuando no valoramos el riesgo de forma adecuada. El artículo completo puede encontrarse en la Revista Anuario de psicología Jurídica:Loinaz, I. (2016). Cuando el delincuente es ella: intervención con mujeres violentas. Anuario de Psicología Jurídica, 26, 41-50. |
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