En los últimos años, se ha registrado a nivel mundial y, concretamente en España, un incremento de casos de trastornos de la conducta alimentaria, una tendencia que, según advierten los expertos, se ha acelerado vertiginosamente, especialmente desde el inicio de la pandemia de la COVID-19, convirtiéndose cada vez más en un problema de salud pública en todo el mundo (Wu y col., 2020; Fernández-Aranda, 2020; FUNDACIÓN ANAR, 2021). Este tipo de trastornos se caracteriza por presentar una alteración patológica de las actitudes y comportamientos relacionados con la comida (tales como una fuerte preocupación en relación al peso, la imagen corporal y la alimentación, entre otras), destacando entre ellos principalmente, la anorexia nerviosa, la bulimia nerviosa y el trastorno por atracón, que comprenden conductas alimentarias dañinas como la restricción de calorías o los atracones compulsivos con o sin purgas (APA, 2021; OMS, 2020; ACAB, 2021). De acuerdo con los datos, la edad de aparición de los trastornos alimentarios se sitúa entre la adolescencia y la edad adulta y afectan con más frecuencia a las mujeres; empero, cada vez hay un mayor porcentaje de hombres que lo padecen (OMS, 2020; Wu y col., 2020; Thomas y Becker, 2021). A este respecto, según la última Encuesta Europea de Salud en España, el 2,1% de la población de 18 y más años y el 7,9% de los y las menores de 15 a 17 años tiene peso insuficiente. En todos los grupos de edad las mujeres presentan mayor porcentaje de peso insuficiente que los hombres, con mayor brecha entre las más jóvenes (INE, 2021). |
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Estudios recientes apuntan a una tasa de prevalencia de trastornos de la alimentación de un 4,1-4,5% entre los 12 y los 21 años, situándose la anorexia en torno al 0,3%, la bulimia en el 0,8% y el trastorno de la conducta alimentaria no especificado alrededor del 3,1% de la población femenina de esa edad (ACAB, 2021). De forma directamente proporcional al incremento de estos problemas, también ha ido en aumento el interés social y científico por los mismos, dado que se trata de patologías caracterizadas por la gravedad de sus síntomas, su elevada resistencia al tratamiento y riesgo de recaídas, así como su alto grado de comorbilidad y mortalidad (Cartagena y Marcos, 2021). Como se desprende de numerosas investigaciones, los trastornos de la alimentación a menudo se asocian con la depresión, la ansiedad, el consumo y/o abuso de sustancias y con trastornos de la personalidad), así como con enfermedades físicas importantes (por ej., la anorexia se relaciona significativamente con la fibromialgia, el cáncer, la anemia y la osteoporosis, y el trastorno por atracón con la diabetes, la hipertensión, el colesterol alto y los triglicéridos) y, en casos extremos, puede conllevar la muerte -siendo las causas más frecuentes el suicidio o la desnutrición- (Udo y Grilo 2019; OMS, 2020; Fairweather-Schmidt, 2020; ACAB, 2021; Dumitrascu, 2021). De hecho, estos trastornos tienen las tasas de mortalidad más altas de todos los trastornos psiquiátricos, siendo el suicidio la segunda causa de muerte por detrás de las complicaciones médicas de la enfermedad (Rodríguez-López, Rodríguez-Ortiz, y Romero-González, 2021). En esta misma línea, los estudios muestran que factores como los intentos de suicidio y los comportamientos de autolesión no suicida se relacionan con una mayor morbilidad y peor pronóstico (Guarín y col., 2013). Este tipo de autolesiones no suicidas en el curso de un trastorno de la conducta alimentaria se vinculan en numerosas ocasiones con la insatisfacción corporal, la impulsividad, la baja autoestima y la alexitimia (Rodríguez-López y col., 2021). Tal y como indican van Hoeken y Hoek (2020), se estima que cada año se pierden más de 3,3 millones de años de vida saludable en todo el mundo debido a los trastornos alimentarios, aumentando los años vividos con discapacidad (AVD) en la anorexia y la bulimia nerviosa. No obstante, a pesar de su carga y su prevalencia cada vez mayor, así como de la preocupación social y mediática que suponen, se cree que continúan siendo muchos los casos que no llegan a detectarse ni a consultar por ellos (Plaza, 2010; Mata y col., 2020). En este sentido, Santomauro y col. (2021) advierten de que, en realidad, se asocian con el doble de la carga de discapacidad y son cuatro veces más comunes de lo que se estima en un principio, afirmando que la prevalencia de casos de anorexia y la bulimia nerviosa constituirían tan solo la punta del iceberg cuando se trata de trastornos alimentarios, obviándose el elevado porcentaje que representan los trastornos por atracón y otros trastornos alimentarios específicos. No podemos dejar de mencionar aquí el grado de angustia y la necesidad de apoyo de los cuidadores de pacientes con trastornos de la alimentación, que generalmente no se abordan en la práctica clínica, a pesar de las diversas presiones -tanto psicológicas como económicas- a las que se encuentran sometidos y del papel clave que desempeñan en el proceso de tratamiento y recuperación de los/as pacientes con trastornos alimentarios (Graap y col., 2008; Guo y col. 2020; Zeiler y col., 2021). Pero, ¿qué factores incrementan el riesgo de aparición de los trastornos de alimentación? La autoestima es una de las variables que guarda más relación con estos trastornos, considerándose como un factor previo, predisponente, y como síntoma posterior de los mismos. Por ejemplo, las personas pueden desarrollar una baja autoestima ante los sentimientos de malestar e insatisfacción con el propio aspecto físico (Ayensa y Ramos, 2009; Mento y col. 2021). De forma específica en la adolescencia, variables como la genética, los cambios corporales en la pubertad, el sobrepeso, la obesidad, las dietas restrictivas, la depresión y la baja autoestima, la vulnerabilidad de los/as adolescentes a los ideales de delgadez, la presión social por ser delgada y la insatisfacción con la imagen corporal, pueden elevar el riesgo de desarrollar un trastorno de la conducta alimentaria (Portela de Santana y col., 2012). |
| Se considera que los mensajes sociales promoviendo, cada vez más, un ideal estético de delgadez como canon de belleza, afectan a la satisfacción corporal de los y las adolescentes y, paralelamente, a su autoestima, influyendo en el desarrollo de estereotipos corporales y convirtiéndose en un factor de riesgo clave (Ayensa y Ramos, 2009; Behar 2010; ACAB, 2010; Rodríguez-López y col., 2021). Son múltiples los canales a través de los cuales se trasmite esta presión social para estar delgados/as: desde la publicidad y los medios de comunicación hasta las redes sociales e Internet, cuyo uso problemático es mayor entre la población de estudiantes y cuyo papel ha cobrado una especial importancia en los últimos tiempos, vinculándose con el desarrollo de los trastornos de la alimentación (Ayensa y Ramos, 2009; ACAB, 2010; Hinojo-Lucena y col., 2019; Dumitrascu, 2021). Si bien en las redes es fácil encontrar contenidos relacionados con la bulimia y la anorexia utilizando las herramientas de búsqueda más básicas, la literatura reciente ha identificado un aumento paulatino y peligroso de páginas web que promueven y defienden la anorexia y la bulimia como un estilo de vida y que desempeñan un rol clave en la etiología de estos trastornos, especialmente entre adolescentes (ACAB, 2010; Mento y col., 2021). | |||
Estas páginas, definidas como pro Ana y pro Mía (nombres femeninos que personifican los trastornos de Anorexia y Bulimia, respectivamente), son espacios virtuales donde los y las adolescentes intercambian ideas sobre su imagen corporal y aspecto físico, mediante un lenguaje propio (se autodenominan princesas y usan un diccionario propio con palabras o términos utilizados como sinónimos para pasar desapercibidos a los filtros de contenidos o posibles búsquedas que puedan cerrar sus páginas web y siglas para engañar filtros de control parental). Asimismo, para distinguirse en las redes utilizan imágenes de mariposas o libélulas, o de mujeres extremadamente delgadas con coronas a modo de simbolismo de la belleza de aspecto frágil (ACAB, 2011; Mento y col., 2021; Lucciarini, Losada y Moscardi, 2021). Las usuarias de 13, 15 y 17 años son particularmente vulnerables a este tipo de sitios web y quienes más los visitan (Mento y col. 2021, Borzewoski y col., 2010). Uno de los peligros más graves de este tipo de espacios web está en el apartado de consejos para seguir el estilo de vida pro Ana y pro Mía, donde se recogen prácticas nocivas como el ejercicio compensatorio y autoinfligirse dolor (haciéndose cortes en la piel cada vez que piensan en comida para evitar así el hambre o la ansiedad por comer), desinformando de forma incontrolada, y aportando datos erróneos y falsos mitos altamente peligrosos para la salud y para un correcto desarrollo físico y emocional (ACAB, 2010; 2011; Mento y col., 2021). Entre la información que aportan, se incluye material gráfico (imágenes de cuerpos extremadamente delgados, citas, poesías, etc.) para alentar a los/as usuarios/as del sitio a continuar sus esfuerzos de alcanzar el ideal de delgadez absoluta, una tendencia conocida como thinspiration. A pesar del alto consenso entre los expertos en considerar que estas imágenes fomentan la autolesión, su contenido actualmente no es ilegal (Borzekowski y col., 2010), por lo que reclaman un marco legal que acabe con el vacío legislativo existente en torno a estos sitios Web. En este sentido, solo Cataluña es la única Comunidad que cuenta con un Decreto Ley para sancionar la apología de estos trastornos en Internet (ACAB, 2010; DOGC, 2019). Por otro lado, con respecto a los cuidadores y las cuidadoras, se ha observado que la emoción expresada (concepto que describe la conducta emocional en el ambiente familiar y la actitud de los cuidadores hacia un miembro de la familia con algún tipo de desorden o discapacidad), actúa como un estresor crónico: altos niveles de emoción expresada pueden provocar problemas del estado de ánimo (mayor ansiedad y depresión) y se relaciona con peor salud mental y mayor tensión entre los/as cuidadores/as, considerándose un factor clave en el mantenimiento de los trastornos de la alimentación y una variable predictiva de su pronóstico (Pérez-Pareja y col., 2014). Todo lo anterior da cuenta del enorme impacto que suponen estos trastornos en la salud y la calidad de vida presentes y futuras de las personas afectadas, sus cuidadores y la sociedad (van Hoeken, D., & Hoek, H. W., 2020). Lamentablemente, estos problemas ya graves de por sí, se han exacerbado aún más con la irrupción de la pandemia de la COVID-19, cuyo impacto psicológico en el bienestar y la salud mental de la población en general -y, específicamente, entre aquellos/as que son más vulnerables, como las personas con un problema de salud mental-, es indudable hoy en día (Weissman, Bauer y Thomas, 2020; González-Sanguino y col. 2020; Zeiler y col., 2021; Fernando Fernández-Aranda, 2020). En el caso de pacientes con trastornos de la conducta alimentaria, esta situación ha planteado desafíos únicos y un estrés adicional (Castellini y col., 2020; Walsh y McNicholas, 2020; Branley y col., 2020; Fernando Fernández-Aranda, 2020; APA, 2020), observándose un incremento de los síntomas que, de acuerdo con diversas investigaciones, podría ser debido a una serie de factores desencadenantes relacionados con la pandemia y las restricciones impuestas para controlar su propagación, tales como: un aumento de los niveles de ansiedad, depresión y de estrés, una reducción de la calidad de vida, un afrontamiento desadaptativo fruto de la situación -que puede derivar en un incremento de la ingesta de alimentos o a la evitación de los mismos (alimentación emocional)-, un aumento del riesgo de infección viral debido a su estado nutricional alterado (bajo peso, inmunidad deteriorada ), una sensación de falta de control personal ante la situación de pandemia, la interrupción de las rutinas diarias, un mayor aislamiento social y sentimientos de soledad, un agravamiento de las preocupaciones sobre el contagio, la salud y el estado físico, un cambio abrupto en la prestación de servicios clínicos y dificultades para acceder a la atención y al tratamiento habituales (reducción de la psicoterapia presencial), una escasa sensación de apoyo social, la sobreexposición a los medios de comunicación, un mayor tiempo dedicado a las nuevas tecnologías y a Internet y las redes sociales, o la sobrevaloración del ideal de la delgadez -basado en modelos sociales de peso e imagen corporal poco realistas surgidos durante el confinamiento (Walsh y McNicholas, 2020; Spettigue y col., 2021; Termorshuizen, 2020; APA, 2020; Branley y col., 2020; Vázquez-Álvarez y col., 2020; Weissman, Bauer y Thomas, 2020; Haripersad, 2021; Touyz, Lacey y Hay, 2020; Rojas-Vichique, 2020; Castellini y col., 2020; Dumitrascu, 2021; Fernando Fernández-Aranda, 2020; Zeiler y col., 2021). De forma específica, los niños, las niñas y los/as jóvenes han pasado la mayor parte de su tiempo expuestos frente a las pantallas, incrementándose durante el confinamiento el consumo de Internet y, específicamente el uso de las redes sociales (Empantallados y GAD3, 2020; CEAPA, 2021; Fundación ANAR, 2021) que, como señalábamos en párrafos anteriores, constituyen la puerta de entrada a aquellos sitios web que hacen apología de la delgadez. El auge de los trastornos de la alimentación entre los y las menores, ha sido evidenciado por la Fundación ANAR (2021) en su último estudio, indicando un aumento muy significativo de estos trastornos como forma de autorregulación emocional y baja autoestima, así como de casos de ideas e intentos de suicidio y de autolesiones, que, a su vez se han visto acompañados de los esperados efectos de ansiedad y depresión/tristeza en el contexto de una pandemia y que, de acuerdo con los autores de este estudio, podría explicarse por una sensación de frustración generada entre los niños, las niñas y los/as adolescentes fruto de la indefensión y desesperación ante esta situación. A este respecto, medidas como el cierre de las escuelas y/o de actividades extracurriculares, el aislamiento social, la restricción de la privacidad o el confinamiento prolongado, han podido afectar al bienestar físico y mental de los/as menores, precipitando y agravando algunos problemas mentales previos (Fernández-Aranda, et al., 2020; Hospital Infantil Universitario Niño Jesús, 2021; Spettigue y col., 2021). En la misma línea, y coincidiendo con el inicio de la pandemia, se ha registrado un mayor porcentaje de ingresos entre menores por trastornos de la conducta alimentaria, principalmente por anorexia nerviosa (Hospital Infantil Universitario Niño Jesús, 2021; García-Ríos y García-Ríos, 2021; Spettigue y col., 2021; Haripersad y col., 2021). Los cuidadores, cuyo rol es fundamental en el proceso de tratamiento y recuperación de pacientes con trastornos alimentarios también se han visto afectados por la situación de pandemia, sufriendo una angustia psicológica más grave. A los sentimientos de baja autoeficacia y la percepción de alta carga en sus experiencias de cuidado, se han añadido elevados niveles de depresión, ansiedad, estrés percibido y una sensación de menor apoyo social (Anastasiadou, Medina-Pradas, Sepulveda y Treasure, 2014; Guo y col., 2020; Clark Bryan y col., 2020; Zeiler y col., 2021). Aunque se desconoce el efecto de la COVID-19 sobre los trastornos de la conducta alimentaria, algunos expertos prevén un incremento en la gravedad de su sintomatología y en la carga de los/as cuidadores, ante las posibles dificultades para implementar el tratamiento de acuerdo con las pautas basadas en la evidencia (Vázquez-Álvarez y col., 2020; Fernández-Aranda y col. 2020, Peckmezian y Paxton, 2020). En lo referente a este aspecto, actualmente existe una amplia variedad de tratamientos destinados a reducir la carga de los trastornos de la conducta alimentaria, muchos de los cuales incluyen un componente psicológico o de Psicoterapia (Deloitte Access Economics, 2020). En este caso, la evidencia avala la eficacia de la terapia cognitivo-conductual en la intervención de estos trastornos (Hay, Bacaltchuk, Stefano, y Kashyap, 2009; Deloitte Access Economics, 2020). Otras terapias han demostrado también ser eficaces, como la Terapia Centrada en la Solución -por la importancia que este modelo otorga a los objetivos del cliente)- (Medina Catacora y Pinto Tapia, 2018), la psicoterapia interpersonal (Hay y col., 2009) o la terapia centrada en la compasión (terapia multimodal integrada por diversas intervenciones cognitivo-conductuales, que reduce la autocrítica y la vergüenza, aumentando la autocompasión y generando cambios positivos en la restricción alimentaria, así como en las preocupaciones por el cuerpo, el peso, la comida, y en otras conductas) (Horcajo, Quiles y Quiles, 2019; Cartagena y Marcos, 2021). Asimismo, hay tratamientos más sencillos y de menor coste, como los manuales de autoayuda (basados en la terapia cognitivo-conductual), que pueden ser utilizados por el/la propio/a paciente o con supervisión y apoyo de un terapeuta (Hay y col., 2009; Celis Ekstrand y Roca Villanueva, 2011; Weissman y col., 2020; Couturier, 2021c). El tratamiento ambulatorio por parte de profesionales especializados se considera el contexto más adecuado para el abordaje de los trastornos de la conducta alimentaria en jóvenes, enfatizando el rol positivo y activo de la familia, mediante la terapia basada en la familia (considerada internacionalmente como uno de los enfoques de tratamiento basados en la evidencia) (Walsh y McNicholas, 2020; Couturier y col., 2021b). Teniendo en cuenta que la situación actual de pandemia ha impulsado la digitalización en múltiples áreas y ámbitos, algunos estudios proponen aprovechar los beneficios que ofrecen las tecnologías y adaptar la terapia familiar al formato virtual en aras de mejorar el acceso a los servicios para jóvenes con trastornos alimentarios y sus familias (Bauer y Moessner, 2013; Couturier y col., 2021a,c). En ese marco, diversas investigaciones avalan la eficacia del entrenamiento en habilidades dirigido a cuidadores de pacientes con trastornos de la alimentación – ya sea impartido en talleres o en formato online, así como mediante vídeos-, para mejorar las habilidades de resolución de problemas, la salud psicológica y la calidad de las relaciones sociales en los/as cuidadores/as, y reducir la carga, los factores de mantenimiento interpersonal como las emociones expresadas, el estrés percibido y el malestar psicológico (Zitarosa, de Zwaan, Pfeffer, y Graap, 2012; Quadflieg, Schädler, Naab, y Fichter, 2017; Dimitropoulos y col., 2019; Philipp y col., 2021). La educación en el contexto familiar desde edades tempranas sobre un uso responsable de las nuevas tecnologías e Internet, así como en el conocimiento de los contenidos Web que promueven la anorexia y la bulimia, puede ayudar a las familias a prevenir que sus hijos e hijas accedan a los mismos (ACAB, 2010; Mento y col., 2021). Ante el crecimiento exponencial de los trastornos alimentarios, los expertos coinciden en la necesidad de implementar políticas médicas y sanitarias adecuadas para su prevención e intervención tempranas (Wu y col., 2020), una medida que, sin duda redundaría en una notable reducción de su frecuencia y su gravedad. En este sentido, la atención a las pautas y políticas de alimentación saludable durante la adolescencia (orientadas a corregir falsas creencias sobre nutrición y brindar información sobre una conducta alimentaria correcta), así como la alfabetización mediática de los y las jóvenes (dirigida a fomentar el análisis crítico del modelo estético imperante promovido por los medios), son medidas primordiales en la prevención de estos trastornos, que pueden integrarse en contextos educativos, y resultan esenciales para prevenir la aparición de actitudes alteradas hacia la comida y reducir la influencia de los ideales estéticos corporales, aprendiendo a gestionar los mensajes mediáticos enfocados a la percepción corporal con un estilo más saludable y mejorando la percepción de la propia imagen corporal (Behar, 2010; González, Penelo, Gutiérrez, Raich, 2011; Mento y col. 2021). Para hablarnos en profundidad sobre la situación actual en torno a este grave problema, que algunos califican de epidemia silenciosa (Durán y col., 2006) así como de su abordaje y los retos futuros que se plantean, Infocop ha entrevistado a Fernando Fernández-Aranda, Catedrático en Psicología en la Universidad de Barcelona, Director Científico del Instituto de Investigación Biomédica de Bellvitge (IDIBELL) y Director de la Unidad de Trastornos Alimentarios del Hospital Universitario de Bellvitge. Asimismo, es Jefe de Grupo CIBERobn y Editor Jefe Revista Europea Trastornos de la Alimentación (European Eating Disorders Review). En los próximos días publicaremos esta interesante entrevista. Todas las referencias de este artículo se encuentran disponibles a través del siguiente enlace: |