Mañana, 30 de noviembre, se celebra el Día Internacional de lucha contra los trastornos de la conducta alimentaria, una fecha en la que se pretende visibilizar esta problemática, concienciando a la sociedad sobre su gravedad e impacto y de la necesidad de emprender acciones orientadas a su prevención, así como a su detección temprana, para un abordaje inmediato y eficaz.
En los últimos años, se ha registrado a nivel mundial y, concretamente en España, un incremento de casos de trastornos de la alimentación, una tendencia que, según advierten los expertos, se ha acelerado vertiginosamente, especialmente desde el inicio de la pandemia de la COVID-19, convirtiéndose, cada vez, más en un problema de salud pública en todo el mundo, especialmente, entre los/as niños/as y adolescentes (Wu y col., 2020; Fernández-Aranda, 2020; FUNDACIÓN ANAR, 2021).
Este tipo de trastornos se caracteriza por presentar una alteración patológica de las actitudes y comportamientos relacionados con la comida (tales como una fuerte preocupación por el peso, la imagen corporal y la alimentación, entre otros), destacando, principalmente, la anorexia nerviosa, la bulimia nerviosa y el trastorno por atracón, que comprenden conductas alimentarias dañinas como la restricción de calorías o los atracones compulsivos con o sin purgas (APA, 2018; OMS, 2024).
Si bien son menos frecuentes y han sido poco estudiados, hay dos trastornos relacionados con la alimentación que también es necesario poner de relieve: la pica (caracterizada por un deseo persistente de consumir sustancias no naturales y no nutritivas, como yeso, pintura, pelo, almidón o tierra), y la rumiación (regurgitación voluntaria en ausencia de malestar gastrointestinal de alimentos desde el estómago hasta la boca, donde se mastican y se prueban por segunda vez o se expulsan). Ambos suelen diagnosticarse generalmente en la infancia o la niñez temprana (APA, 2018).
Cabe destacar otra categoría diagnóstica relativamente nueva, incorporada a la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5) y, más recientemente, en la Clasificación Internacional de Enfermedades, undécima edición (CIE-11): el trastorno por evitación/restricción de la ingesta de alimentos, esto es, conductas alimentarias evitativas y restrictivas impulsadas por una aparente falta de interés en comer o los alimentos, evitación debido a las propiedades sensoriales de los alimentos y/o temores a que comer tenga consecuencias aversivas como asfixia o vómitos (Novotney, 2024; Willmott y col., 2024). Este trastorno, puede surgir y/o persistir a lo largo de las etapas de la vida y las personas que lo presentan pueden experimentar dolor abdominal, reflujo, náuseas, diarrea o estreñimiento, así como consecuencias médicas importantes que incluyen pérdida de peso, baja densidad mineral ósea, amenorrea, desequilibrios electrolíticos, bradicardia y problemas cardíacos (Willmott y col., 2024).
Si bien los trastornos alimentarios afectan con más frecuencia a las mujeres, cada vez hay un mayor porcentaje de hombres que los desarrollan
De acuerdo con los datos, la edad de aparición de los trastornos alimentarios se sitúa entre la adolescencia y la edad adulta, y afectan con más frecuencia a las mujeres; empero, cada vez hay un mayor porcentaje de hombres que los padecen (OMS, 2024; Novotney, 2024; Wu y col., 2020; Thomas y Becker, 2021).
A este respecto, los niños y los hombres que luchan contra estos trastornos enfrentan desafíos únicos, incluidos el estigma, los conceptos erróneos y la renuencia a buscar ayuda. Asimismo, si bien pueden presentar trastornos comunes de la alimentación, como la anorexia y la bulimia, algunos pueden desarrollar otras problemáticas, como la dismorfia muscular (denominada también ‘vigorexia’), que se caracteriza por un ejercicio/entrenamiento con pesas excesivo y compulsivo, así como una obsesión por la masa muscular, el tamaño y la delgadez. Las investigaciones al respecto muestran que es más común en niños y hombres que en niñas y mujeres, y que cada vez hay más casos entre los adolescentes varones, muchos de los cuales reconocen tomar productos para desarrollar la musculatura, como creatina o esteroides anabólicos (Novotney, 2024).
Los últimos estudios sobre trastornos de la conducta alimentaria apuntan a una tasa de prevalencia en torno al 1,3% y el 4,2% (del 0% al 2% en hombres y del 1% al 7% en mujeres). En función del tipo de diagnóstico, se observa que la prevalencia de anorexia en mujeres de entre 9 y 25 años oscila entre el 0 y el 1,9%, mientras que la de los hombres se sitúa entre el 0 y el 0,1%; con respecto a la bulimia, entre las mujeres se observan porcentajes desde 0,3 al 2,9% y en hombres del 0 al 0,4%. El riesgo de desarrollar un trastorno de la conducta alimentaria es amplio a nivel nacional (desde el 4% hasta el 24%), debido, tal vez, “a la gran heterogeneidad de la muestra en los diferentes estudios y a sus diferentes métodos de detección” (Pérez Martin, 2023).
Datos recientes de la OMS (2024) indican que los trastornos alimentarios afectan a un 0,1% de los y las adolescentes de 10 a 14 años y a un 0,4% de los/as de 15 a 19 años.
De forma directamente proporcional al incremento de estos problemas, también ha ido aumentando el interés social y científico por los mismos, dado que se trata de patologías cuyos síntomas revisten de gravedad, son altamente resistentes al tratamiento, conllevan un importante riesgo de recaídas y un alto grado de comorbilidad y mortalidad (Cartagena y Marcos, 2021).
Los trastornos de alimentación suelen asociarse con depresión, ansiedad, consumo de sustancia y trastornos de la personalidad, así como con enfermedades físicas importantes
Como se desprende de numerosas investigaciones, los trastornos de la alimentación, a menudo, se asocian con la depresión, la ansiedad, el consumo y/o abuso de sustancias y con trastornos de la personalidad, así como con enfermedades físicas importantes (por ej., la anorexia se relaciona significativamente con la fibromialgia, el cáncer, la anemia y la osteoporosis, y el trastorno por atracón con la diabetes, la hipertensión, el colesterol alto y los triglicéridos) y, en casos extremos, puede conllevar la muerte -siendo las causas más frecuentes el suicidio o la desnutrición- (Udo y Grilo 2019; OMS, 2024; Fairweather-Schmidt, 2020; Dumitrascu, 2021). De hecho, estos trastornos tienen las tasas de mortalidad más altas de todos los trastornos psiquiátricos, y el suicidio se sitúa como la segunda causa de muerte por detrás de las complicaciones médicas de la enfermedad (Rodríguez-López, Rodríguez-Ortiz y Romero-González, 2021).
En esta misma línea, los estudios muestran que factores como los intentos de suicidio y los comportamientos de autolesión no suicida se relacionan con una mayor morbilidad y peor pronóstico (Guarín y col., 2013). Este tipo de autolesiones no suicidas en el curso de un trastorno de la conducta alimentaria se vinculan en numerosas ocasiones con la insatisfacción corporal, la impulsividad, la baja autoestima y la alexitimia (Rodríguez-López y col., 2021).
Se cree que, a pesar de su carga y prevalencia, continúan siendo muchos los casos que no llegan a detectarse ni a consultar por ellos
Se calcula que, cada año, se pierden más de 3,3 millones de años de vida saludable en todo el mundo debido a los trastornos alimentarios, aumentando los años vividos con discapacidad (AVD) en la anorexia y la bulimia nerviosa. Según un estudio sobre la Carga global, regional y nacional de los trastornos mentales en 204 países y territorios, en 2019, los trastornos de la conducta alimentaria representaron 17.361,5 años de vida perdidos y fueron la causa de 318,3 muertes en todo el mundo. La anorexia nerviosa representó la mayoría de estas muertes (268,7 muertes), mientras que el resto (49,6) se debieron a la bulimia nerviosa (van Hoeken y Hoek, 2020; GBD 2019 Mental Disorders Collaborators, 2022).
No obstante, a pesar de su carga y su prevalencia cada vez mayor, así como de la preocupación social y mediática que suponen, se cree que continúan siendo muchos los casos que no llegan a detectarse, ni a consultar por ellos (Plaza, 2010; Mata y col., 2020).
En este sentido, Santomauro y col. (2021) advierten de que, en realidad, se asocian con el doble de la carga de discapacidad y son cuatro veces más comunes de lo que se estima en un principio, afirmando que la prevalencia de casos de anorexia y la bulimia nerviosa constituirían tan solo la “punta del iceberg” cuando se trata de trastornos alimentarios, obviándose el elevado porcentaje que representan los trastornos por atracón y otros trastornos alimentarios específicos.
No podemos dejar de mencionar aquí el grado de angustia y la necesidad de apoyo de las familias y/o cuidadores de pacientes con trastornos de la alimentación, que generalmente no se abordan en la práctica clínica, a pesar de las diversas presiones -tanto psicológicas como económicas- a las que se encuentran sometidos y del papel clave que desempeñan en el proceso de tratamiento y recuperación de los/as pacientes con trastornos alimentarios (Graap y col., 2008; Guo y col. 2020; Zeiler y col., 2021).
Pero, ¿qué factores incrementan el riesgo de aparición de los trastornos de la conducta alimentaria? La autoestima es una de las variables que guarda más relación con estos trastornos, considerándose como un factor previo, predisponente, y como síntoma posterior de los mismos. Por ejemplo, las personas pueden desarrollar una baja autoestima ante los sentimientos de malestar e insatisfacción con el propio aspecto físico (Ayensa y Ramos, 2009; Mento y col. 2021). De forma específica, en la adolescencia, variables como la genética, los cambios corporales en la pubertad, el sobrepeso, la obesidad, las dietas restrictivas, la depresión y la baja autoestima, la vulnerabilidad de los/as adolescentes a los ideales de delgadez, la presión social por la delgadez y la insatisfacción con la imagen corporal, pueden elevar el riesgo de desarrollar un trastorno de la conducta alimentaria (Portela de Santana y col., 2012).
La publicidad, los medios de comunicación, las redes sociales e Internet publican determinados contenidos que fomentan la insatisfacción corporal y pueden promover el desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria
Se considera que los mensajes sociales que promueven un ideal estético de delgadez como ‘canon de belleza’, afectan a la satisfacción corporal de los y las adolescentes y, paralelamente, a su autoestima, influyendo en el desarrollo de estereotipos corporales y convirtiéndose en un factor de riesgo clave (Ayensa y Ramos, 2009; Behar 2010; Rodríguez-López y col., 2021). Son múltiples los canales a través de los cuales se trasmite esta presión social para estar delgados/as: desde la publicidad y los medios de comunicación hasta las redes sociales e Internet, cuyo uso problemático es mayor entre la población de estudiantes y cuyo papel ha cobrado una especial importancia en los últimos tiempos, vinculándose con el desarrollo de los trastornos de la alimentación (Ayensa y Ramos, 2009; Hinojo-Lucena y col., 2019; Dumitrascu, 2021).
De forma específica, en la plataforma TikTok han proliferado contenidos relacionados con la nutrición, centrados, principalmente, en el peso, lo que puede fomentar la insatisfacción corporal en los y las jóvenes, que son sus principales usuarios/as y contribuir al desarrollo de trastornos alimentarios, perpetuando y exacerbando sus síntomas (Minadeo y Pope, 2022; Dondzilo, Rodgers y Dietel, 2024).
No obstante, si bien en las redes es fácil encontrar contenidos relacionados con la bulimia y la anorexia utilizando las herramientas de búsqueda más básicas, la literatura reciente ha identificado un aumento paulatino y peligroso de páginas web que promueven y defienden la anorexia y la bulimia como un estilo de vida y que desempeñan un rol clave en la etiología de estos trastornos, especialmente entre adolescentes (Mento y col., 2021).
Estas páginas, definidas como pro Ana y pro Mía (nombres femeninos que personifican los trastornos de Anorexia y Bulimia, respectivamente), son espacios virtuales donde los y las adolescentes intercambian ideas sobre su imagen corporal y aspecto físico, mediante un lenguaje propio (se autodenominan ‘princesas’ y usan un diccionario propio con palabras o términos utilizados como sinónimos para pasar desapercibidos a los filtros de contenidos o posibles búsquedas que puedan cerrar sus páginas web y siglas para ‘engañar’ filtros de control parental).
Asimismo, para distinguirse en las redes utilizan imágenes de mariposas o libélulas, o de mujeres extremadamente delgadas con coronas a modo de simbolismo de ‘la belleza de aspecto frágil’ (ACAB, 2011; Mento y col., 2021; Lucciarini, Losada y Moscardi, 2021). Las usuarias de 13, 15 y 17 años son particularmente vulnerables a este tipo de sitios web y quienes más los visitan (Mento y col. 2021, Borzewoski y col., 2010).
Uno de los peligros más graves de este tipo de espacios web está en el apartado de consejos para seguir ‘el estilo de vida’ pro Ana y pro Mía, donde se recogen prácticas nocivas como el ejercicio compensatorio y autoinfligirse dolor (haciéndose cortes en la piel cada vez que piensan en comida para evitar así el hambre o la ansiedad por comer), desinformando de forma incontrolada, y aportando datos erróneos y falsos mitos altamente peligrosos para la salud y para un correcto desarrollo físico y emocional (ACAB, 2011; Mento y col., 2021). Entre la información que aportan, se incluye material gráfico (imágenes de cuerpos extremadamente delgados, citas, poesías, etc.) para alentar a los/as usuarios/as del sitio a continuar sus esfuerzos de alcanzar el ‘ideal de delgadez absoluta’, una tendencia conocida como “thinspiration”.
A pesar del alto consenso entre los expertos en considerar que estas imágenes fomentan la autolesión, su contenido actualmente no es ilegal (Borzekowski y col., 2010), por lo que reclaman un marco legal que acabe con el vacío legislativo existente en torno a estos sitios Web. En este sentido, solo Cataluña es la única Comunidad que cuenta con un Decreto Ley para sancionar la apología de estos trastornos en Internet (DOGC, 2019).
Todo lo anterior da cuenta del enorme impacto que suponen estos trastornos en la salud y la calidad de vida presentes y futuras de las personas afectadas, sus familias y/o cuidadores y la sociedad (van Hoeken, D., & Hoek, H. W., 2020).
Lamentablemente, estos problemas ya graves de por sí, se han exacerbado aún más tras la irrupción de la pandemia de la COVID-19, cuyo impacto psicológico en el bienestar y la salud mental de la población en general -y, específicamente, entre aquellos/as que son más vulnerables, como las personas con un problema de salud mental-, es indudable hoy en día, destacando especialmente, un aumento significativo de los trastornos alimentarios entre los y las menores, como forma de autorregulación emocional y baja autoestima, así como de casos de ideación e intentos de suicidio y de autolesiones (Weissman, Bauer y Thomas, 2020; González-Sanguino y col. 2020; Zeiler y col., 2021; Fundación ANAR, 2021; Fernando Fernández-Aranda, 2020).
La detección temprana de los trastornos de la alimentación es crucial para un tratamiento eficaz
Como bien indica la APA, la detección temprana de los trastornos alimentarios es crucial para un tratamiento eficaz (Novotney, 2024). En lo referente al tratamiento, los expertos recuerdan que este debe ser integral, culturalmente apropiado y centrado en la persona, realizado a través de un equipo multidisciplinar -conformado por diferentes especialistas (entre ellos/as psicólogos/as clínicos/as)-, y dirigido tanto al/a la paciente como a su entorno sociofamiliar, ajustando la terapia según el nivel de gravedad. Los objetivos principales aquí son la restauración de un peso normal y del estado nutricional previo, el abordaje de las alteraciones orgánicas asociadas, así como conseguir una relación saludable con la comida (Pérez Martín, 2023; American Psychiatric Association, 2023).
Concretamente, con respecto al tratamiento psicológico, la evidencia avala la eficacia de la terapia cognitivo-conductual en la intervención de estos trastornos, especialmente, en el manejo de los síntomas conductuales y psicológicos, tanto si se administra en formato individual como grupal (Hay, Bacaltchuk, Stefano, y Kashyap, 2009; Deloitte Access Economics, 2020; Pérez Martín, 2023; American Psychiatric Association, 2023).
Otras terapias han demostrado también ser eficaces, como la Terapia Centrada en la Solución -por la importancia que este modelo otorga a los objetivos del cliente)- (Medina Catacora y Pinto Tapia, 2018), la psicoterapia interpersonal (Hay y col., 2009) o la terapia centrada en la compasión (terapia multimodal integrada por diversas intervenciones cognitivo-conductuales, que reduce la autocrítica y la vergüenza, aumentando la autocompasión y generando cambios positivos en la restricción alimentaria, así como en las preocupaciones por el cuerpo, el peso, la comida, y en otras conductas) (Horcajo, Quiles y Quiles, 2019; Cartagena y Marcos, 2021).
El tratamiento debe ser integral, culturalmente apropiado y centrado en la persona, realizado a través de un equipo multidisciplinar conformado por diferentes especialistas (entre ellos, psicólogos clínicos)
Asimismo, hay tratamientos más sencillos y de menor coste, como los manuales de autoayuda (basados en la terapia cognitivo-conductual), que pueden ser utilizados por el/la propio/a paciente o con supervisión y apoyo de un terapeuta (Hay y col., 2009; Celis Ekstrand y Roca Villanueva, 2011; Weissman y col., 2020; Couturier, 2021c).
El tratamiento ambulatorio por parte de profesionales especializados se considera el contexto más adecuado para el abordaje de los trastornos de la conducta alimentaria en jóvenes, enfatizando el rol positivo y activo de la familia, mediante la terapia basada en la familia (considerada internacionalmente como uno de los enfoques de tratamiento basados en la evidencia) (Walsh y McNicholas, 2020; Couturier y col., 2021b).
Teniendo en cuenta que, desde la irrupción de la pandemia se ha impulsado la digitalización en múltiples áreas y ámbitos, algunos estudios proponen aprovechar los beneficios que ofrecen las tecnologías y adaptar la terapia familiar al formato virtual en aras de mejorar el acceso a los servicios para jóvenes con trastornos alimentarios y sus familias (Bauer y Moessner, 2013; Couturier y col., 2021a,c).
En ese marco, diversas investigaciones avalan la eficacia del entrenamiento en habilidades dirigido a cuidadores de pacientes con trastornos de la alimentación – ya sea impartido en talleres o en formato online, así como mediante vídeos-, para mejorar las habilidades de resolución de problemas, la salud psicológica y la calidad de las relaciones sociales en los/as cuidadores/as, y reducir la carga, los factores de mantenimiento interpersonal como las emociones expresadas, el estrés percibido y el malestar psicológico (Zitarosa, de Zwaan, Pfeffer, y Graap, 2012; Quadflieg, Schädler, Naab, y Fichter, 2017; Dimitropoulos y col., 2019; Philipp y col., 2021).
La educación en el contexto familiar desde edades tempranas sobre un uso responsable de las nuevas tecnologías e Internet, así como en el conocimiento de los contenidos Web que promueven la anorexia y la bulimia, puede ayudar a las familias a prevenir que sus hijos e hijas accedan a los mismos (Mento y col., 2021).
De igual modo, ante el crecimiento exponencial de los trastornos alimentarios, los expertos coinciden en la necesidad de implementar políticas sanitarias adecuadas para su prevención, detección e intervención tempranas (Wu y col., 2020), una medida que, sin duda redundaría en una notable reducción de su frecuencia y su gravedad.
En este sentido, la atención a las pautas y políticas de alimentación saludable durante la adolescencia (orientadas a corregir falsas creencias sobre nutrición y brindar información sobre una conducta alimentaria correcta), así como la alfabetización mediática de los y las jóvenes (dirigida a fomentar el análisis crítico del modelo estético imperante promovido por los medios), son medidas primordiales en la prevención de estos trastornos, que pueden integrarse en contextos educativos, así como en los programas deportivos, y resultan esenciales para prevenir la aparición de actitudes alteradas hacia la comida y reducir la influencia de los ideales estéticos corporales, aprendiendo a gestionar los mensajes mediáticos enfocados a la percepción corporal con un estilo más saludable y mejorando la percepción de la propia imagen corporal (Behar, 2010; González, Penelo, Gutiérrez, Raich, 2011; Mento y col. 2021; Novotney, 2024).
Precisamente, en la misma línea, el Gobierno, a través del Ministerio de Sanidad (BOCG, 2024), ha manifestado, en respuesta a una pregunta formulada en el Congreso de los Diputados, la intención de implementar medidas para mejorar la detección temprana y el abordaje de los problemas de salud mental, incluyendo dentro de ellos los trastornos de la conducta alimentaria. Entre estas medidas, destaca la formación adecuada de los/as profesionales que pueden estar en contacto con la población de riesgo (psicólogos/as educativos/as, docentes…), y la creación de un grupo de trabajo multidisciplinario e intersectorial a nivel nacional para identificar acciones prioritarias en la promoción de la salud mental y la detección precoz de problemas de salud mental en la infancia y adolescencia.
Asimismo, el Ministerio de Sanidad ha anunciado que continuará trabajando en colaboración con el Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes, a través de la red de Escuelas Promotoras de Salud, para la detección precoz de nuevos casos y el seguimiento adecuado de los ya detectados, con especial enfoque en la alimentación y el bienestar emocional.
Todas las referencias de este artículo se encuentran disponibles a través del siguiente enlace: