La psicofarmacología está en crisis
25 Oct 2012

La psicofarmacología está en crisis. Así de tajante se muestra H. Christian Fibiger, un consagrado psiquiatra de la Universidad de British Columbia (Canadá), en un artículo que ha sido publicado en la prestigiosa revista Schizophrenia Bulletin (Schizophrenia Bulletin, 38, 4, 649-650).

El texto, que lleva por título Psychiatry, the pharmaceutical industry and the road to better therapeutics (Psiquiatría, la industria farmacéutica y el camino para mejorar la labor terapéutica), examina la psicofarmacología desde sus orígenes. Según Figiber, en más de 30 años de investigación y tras miles de millones de dólares invertidos, no se ha inventado ninguna nueva fórmula farmacológica, con un nuevo mecanismo de acción, que opere de manera diferente a los primeros psicofármacos. «Los datos están ahí, y es evidente que este experimento ingente ha fallado», concluye.

En el texto, Figiber pasa revista al método utilizado en la investigación en psicofarmacología. El descubrimiento de las tres clases principales de psicofármacos (antidepresivos, antipsicóticos y ansiolíticos) se estableció, a diferencia de los descubrimientos en otras ramas científicas, «sobre la base de observaciones clínicas fortuitas«. Es decir, en el momento en que estos fármacos se lanzaron al mercado, los mecanismos de acción que explicaban sus efectos eran desconocidos. Posteriormente, se descubrió que los antipsicóticos actuaban como antagonistas de los receptores D2, que los antidepresivos tenían un efecto inhibidor de la recaptación de monoaminas y que los ansiolíticos modulaban los receptores GABA. A este respecto, Figiber se pregunta si alguna de estas tres clases de fármacos podría haber sido descubierta con las estrategias actuales de investigación en psicofarmacología, dado que hasta la fecha no existe ninguna prueba científica, ni genética, que relacione los receptores D2 con la actividad antipsicótica o que sugiera que estos receptores cerebrales se expresan o funcionan anormalmente en estados psicóticos. Por lo que, establece Figiber, «sin el beneficio de la validación clínica previa, es difícil justificar que los datos preclínicos por sí mismos puedan situar a los receptores D2 como un objetivo potencial de interés para el tratamiento de los trastornos psicóticos. Lo mismo puede decirse para los transportadores de las monoaminas en la depresión donde, al igual que en la psicosis, no existen modelos animales basados en la fisiopatología de la enfermedad ni hay datos preclínicos convincentes que les señalen como objetivos potenciales para los fármacos antidepresivos». Y añade: «Esto plantea una pregunta inquietante: si, visto en retrospectiva, las tres clases principales de psicofármacos prescritos actualmente probablemente nunca hubieran sido descubiertos usando las estrategias actuales de descubrimiento de fármacos, ¿qué nos hace pensar que estas estrategias darán sus frutos ahora o en el futuro?».

Para Figiber, la psiquiatría se encuentra en un momento crítico de su historia y necesita reorientarse. Según su propio análisis, uno de los principales obstáculos que está impidiendo el progreso científico es la actual clasificación diagnóstica de los trastornos mentales, basada en cuadros diagnósticos simples y homogéneos que no se ajustan a la realidad clínica. No se pueden encontrar correlaciones genéticas consistentes entre los individuos con un determinado trastorno mental, puesto que la naturaleza y gravedad de los síntomas son muy variables dentro de un mismo trastorno, argumenta. Esta situación hace necesario que se cambie el enfoque de análisis y, a este respecto, Figiber plantea como solución el estudio de los posibles marcadores biológicos de cada síntoma por separado (delirios, alucinaciones, etc.) más que del cuadro diagnóstico en su conjunto, en línea con la iniciativa de Research Domain Criteria (RDoC) del National Institute of Mental Health.

Esta vía alternativa, que supone seguir incidiendo en la búsqueda de factores biológicos en la etiología de los trastornos mentales, es una opción que otros investigadores de este campo y de ciencias afines, consideran también insuficiente, dado su carácter exclusivamente simplista y reduccionista. Cabe mencionar a este respecto las palabras de J. Wakefield, profesor de psiquiatría de la Universidad de Nueva York, advirtiendo del peligro de centrar la atención exclusivamente en el nivel biológico y de no tener en cuenta otros factores decisivos de tipo ambiental, conductual y social, en nuestra comprensión de la naturaleza de los trastornos mentales.

Si bien la solución que plantea Figiber no está exenta de crítica, el análisis que ofrece este investigador sobre el estado de la psiquiatría y de la psicofarmacología no deja lugar a dudas. Tal y como concluye Figiber en el artículo, «en estos momentos tenemos ciertas cosas claras»:

  • Los esfuerzos realizados en el campo de la psiquiatría y la psicofarmacología durante las últimas 3 o 4 décadas han fracasado en la búsqueda de psicofármacos eficaces.
  • La industria farmacéutica, consciente de este hecho, ha reducido en gran medida la inversión económica destinada a este fin.
  • No hay otra elección que realizar cambios en la manera de enfocar el estudio de los mecanismos subyacentes a los trastornos mentales, el descubrimiento de nuevos fármacos y el desarrollo futuro de la psiquiatría. «Esto requerirá una gran inversión en el campo de las neurociencias, la humildad ante nuestra ignorancia y la voluntad de reconsiderar la necesidad de realizar algunas reconceptualizaciones fundamentales en psiquiatría».

La valoración de Figiber a la investigación en psiquiatría, no ha dejado indiferente a la comunidad científica y menos teniendo en cuenta que el autor de dicha crítica ha dedicado su dilatada carrera académica y profesional a la investigación en neurociencias y psicofarmacología. Una crítica de esta clase, además, tiene serias implicaciones de cara a la práctica clínica habitual en salud mental, basada en la prescripción de fármacos. Los propios psiquiatras e investigadores en psicofarmacología lo reconocen: no es posible identificar marcadores biológicos inequívocos de los procesos de enfermedad mental, por lo que el avance en psicofarmacología está estancado y, hoy por hoy, no existe garantía de que los psicofármacos funcionen partiendo del supuesto cambio biológico que preconizan.

En contrapartida a este punto de estancamiento que está viviendo la psicofarmacología, el avance científico y la consolidación de las terapias psicológicas para el tratamiento de los trastornos mentales en estos últimos años es imparable. El pasado mes de agosto, la Asociación Americana de Psicología (APA) hizo pública la Resolución sobre el Reconocimiento de la Eficacia de la Psicoterapia (Resolution on the Recognition of Psychotherapy Effectiveness), un texto que recopila los hallazgos más importantes en este campo, sobre la base de más de 140 estudios de rigurosa calidad y metaanálisis. La Resolución concluye que los tratamientos psicológicos son significativamente eficaces y muy rentables y que, por lo tanto, deben ser reconocidos por los sistemas sanitarios públicos como una práctica consolidada y avalada en la evidencia.

La investigación sobre la eficacia, eficiencia y efectividad de las diferentes modalidades de intervención psicológica constituye un campo en pleno apogeo, que está cosechando continuos logros, tanto en ensayos clínicos controlados como en contextos reales. Sin embargo, no cuenta con el apoyo y subvención que caracteriza a la investigación en psicofarmacología, respaldada por poderosas compañías farmacéuticas, que -tal y como reconoce el propio Figiber- «están más preocupadas en el negocio de la creación de medicamentos, que en la generación de conocimiento científico».

La pregunta que, como usuarios de los servicios sanitarios, se nos plantea ahora es: ¿hasta cuándo se nos seguirá imponiendo este modelo farmacológico en salud mental que ha demostrado no haber recibido el respaldo científico necesario?

Fuente:

Figiber, H.C. (2012). Psychiatry, the pharmaceutical industry and the road to better therapeutics. Schizophrenia Bulletin, 38, 4, 649-650.

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