El modelo biopsicosocial surge en la década de los 70, en contraposición al pensamiento lineal causa-efecto del modelo biomédico, asumiendo como causa un conjunto de elementos que interactúan entre sí, y estableciendo una relación de interdependencia entre las partes. Fue el médico George Engel quien propuso este modelo, condenando el reduccionismo al que se veían expuestos problemas complejos como los trastornos mentales. En esencia, el modelo biopsicosocial plantea que los factores biológicos, psicológicos y sociales, juegan un papel importante en el desarrollo de enfermedades, trastornos o problemas psicológicos, en este caso las adicciones. De esta forma, los seres humanos son conceptualizados como sistemas complejos, lo que implica que las adicciones son causadas por múltiples factores y no por un factor único. Este modelo afirma que son los factores genético/biológicos, psicológicos y socioculturales, los que contribuyen al consumo de sustancias y todos ellos deben ser tenidos en cuenta para la prevención y el tratamiento de las mismas. En concreto, el componente biológico busca causas de la adicción derivadas del funcionamiento del organismo, como por ejemplo la genética o la estructura cerebral; el componente psicológico estudia causas como la falta de auto-control, la confusión emocional o los pensamientos negativos, entre otras; y el aspecto social investiga cómo los diferentes factores sociales, como por ejemplo el nivel socioeconómico, la cultura, la pobreza, la tecnología o la religión, pueden influir en las conductas adictivas (ver el esquema de la siguiente figura: Representación gráfica del tipo de variables implicadas en el modelo biopsicosocial, tomada del documento elaborado por la Comisión Nacional de Formación Asociación Proyecto Hombre, 2015). En contraposición al modelo biopsicosocial, se está extendiendo el modelo de enfermedad que considera la adicción como una enfermedad cerebral crónica y recidivante, lo que implica tratar la adicción como cualquier otra enfermedad crónica, como por ejemplo, la diabetes o las enfermedades del corazón, de modo que no debería buscarse la curación, sino el manejo de las inevitables recaídas. Sin duda, la entidad que más ha contribuido al desarrollo, expansión y financiación de este modelo reduccionista, ha sido el NIDA norteamericano (National Institute on Drug Abuse), que, con su defensa de la adicción como una enfermedad crónica del cerebro, ha conseguido convertir una hipótesis buscada incansablemente, en un dogma sin demostrar empíricamente. De esta forma el NIDA define la adicción como una enfermedad crónica del cerebro con recaídas, caracterizada por la búsqueda y el uso compulsivo de drogas, a pesar de las consecuencias nocivas. Aunque considera el inicio del consumo de drogas como algo voluntario, supone que su uso conlleva cambios cerebrales irreversibles, que afectan al juicio, toma de decisiones, conductas compulsivas y destructivas. También defiende la predisposición genética de la adicción, sin embargo, reconoce que no hay un solo factor que determine quién va a ser adicto; y asume que con frecuencia el uso de drogas lleva a la aparición de distintos trastornos mentales (la denominada patología dual). Por otro lado, a pesar de insistir en la cronicidad y el proceso de recaída, considera la adicción como una enfermedad tratable, que recomienda que se aborde con una combinación de medicamentos (aunque para la mayoría de las drogas no hay tratamientos farmacológicos eficaces) y terapia conductual. Todo ello, en torno a la afirmación de que el uso persistente de una droga produce cambios a largo plazo en la estructura y la función cerebral. En resumen, el modelo reduccionista considera la adicción como una enfermedad crónica del cerebro, caracterizada por la recaída, en un contexto social, con un claro componente genético, con significativas comorbilidades con otros trastornos físicos y mentales. Tal y como explica detalladamente Becoña en su artículo publicado en la revista Papeles del Psicólogo (2016), este modelo defendido por el NIDA aparece claramente reflejado en el DSM-5 y su conceptualización del Trastorno por Consumo de Sustancias. Esta última versión del manual introduce importantes cambios con respecto al DSM-IV, lo que ha provocado que caiga en desuso, ante la evidencia de que su última versión responde más a intereses comerciales que científicos, y que ha sido elaborado por supuestos expertos que, en una inmensa mayoría de los casos, tienen vínculos estrechos con la industria farmacéutica. | En este contexto, es evidente que la financiación de la investigación ha estado sesgada, promoviendo estudios en busca de fármacos útiles para el tratamiento de la adicción y en busca de pruebas de neuroimagen que pudieran demostrar los cambios estructurales cerebrales que se asumen desde este modelo, sin mucho éxito hasta la fecha. Sin embargo, frente a este empeño por hacer imperar un modelo con escasa base científica, son numerosas las voces dentro y fuera de nuestro país que se han alzado para denunciar una campaña, cuyos mayores damnificados son los propios usuarios, aportando pruebas inequívocas de que el modelo de enfermedad cerebral es científicamente inválido, peligroso, socialmente inaceptable y perjudicial para los adictos (Puerta y Pedrero, 2017). En concreto, algunos ejemplos de profesionales que están luchando por contrarrestar la postura del NIDA son: la Addiction Theory Network, algunas de las Agencias de Salud de Estados Unidos que están promoviendo un modelo de intervención centrado en el paciente, o la REICA desde nuestro país. | Aunque la extensa investigación financiada por el NIDA ha logrado confirmar algunas de las suposiciones del modelo de enfermedad cerebral, para poder demostrar la autenticidad de un modelo, no basta con la acumulación de pruebas que lo avalen (que además en este caso son pocas), sino que se debería conseguir que no haya pruebas que la refuten, tal y como argumentan Puerta y Pedrero (2017). A continuación, se mencionan brevemente algunos de los argumentos y estudios basados en la evidencia científica, que rebaten las afirmaciones del modelo de enfermedad cerebral para las adicciones. En primer lugar, existen numerosos datos que demuestran que la adicción no es crónica, sino que es un proceso recuperable. Se ha observado que un porcentaje muy alto de adictos (no menos del 80%, según encuentra Heyman en una revisión de los estudios epidemiológicos estadounidenses, 2013), se recuperan de su adicción; es más, el 75% de los que dejan el consumo, lo hacen de forma espontánea, es decir sin ningún tipo de ayuda (Carballo, Fernández-Hermida, Secades-Villa, Carter, Dum y García-Rodríguez, 2007). De hecho, se ha comprobado que una de las principales causas de recaída y cronicidad es, precisamente, creerse el modelo de enfermedad: el hecho de que el paciente crea que nunca se va a recuperar por completo, le lleva a interpretar que los cambios no dependen de sí mismo. En segundo lugar, se han encontrado cuantiosos argumentos que refutan la tesis de que los cambios estructurales que sufre el cerebro se puedan considerar una prueba del modelo reduccionista. Es un hecho que el cerebro, gracias a su plasticidad, sufre cambios estructurales, unos temporales y otros permanentes. Sin embargo, dichos cambios no son exclusivos de personas drogadictas, sino que se observan también en personas con otro tipo de conductas adictivas sin sustancia (como el juego patológico, el juego online o la adicción a comer), o incluso en aquellos que han sufrido cualquier experiencia vital intensa. Esto demuestra que los cambios cerebrales no son causa-efecto en las adicciones, sino que pueden deberse simplemente a la experiencia, o a otras condiciones aledañas a la adicción, como la pobreza (Lipina, y Posner, 2012) o la mala alimentación (Pfefferbaum, Adalsteinsson, y Sullivan, 2006). De hecho, a partir de dos pruebas de neuroimagen cerebral, no se puede determinar cuál de ellas corresponde a un adicto y cuál no. Es más, también se ha observado que los déficits asociados a la adicción tienden a revertir con la abstinencia, lo que implica que el cerebro no queda irreversiblemente dañado por las sustancias (Bartsch et al, 2007; Bühler y Mann, 2011). En tercer lugar, también es fácil poner en duda la base genética de adicción defendida por el modelo reduccionista. A pesar de la cantidad ingente de estudios que se han dedicado a ello, no hay ningún hallazgo que permita predecir a partir de las pruebas de ADN quién es o será adicto. La predicción genética, con respecto a la adicción, es igual que una simple historia familiar de consumo. En cuarto lugar, los datos muestran que, con mucha frecuencia, los adictos no tienen otros trastornos mentales, por lo que hablar de «patología dual» no está justificado. Se ha comprobado que la sintomatología psicopatológica es máxima en los momentos iniciales del tratamiento, pero empieza a descender rápidamente y lo hace de forma continuada a medida que se consolida la abstinencia, alcanzando tras unos meses (entre 3 y 6), niveles de normalidad en la mayor parte de los casos (Pedrero, Puerta, Segura y Martínez, 2004). A causa de la asunción, por parte de los defensores del modelo de enfermedad, de que el adicto no es un enfermo solo por consumir drogas, sino que además presenta otra patología mental o cerebral, se han creado numerosas etiquetas asociadas al consumo de drogas. Esta perspectiva, sumada a la cronificación de la adicción, lleva inevitablemente al consumo de fármacos de por vida, sin importar las consecuencias que ello conlleva para estas personas. Por último, y viendo todo lo expuesto, vemos que se está procurando una medicalización extrema de las adicciones, incluso en los casos (la mayoría) en los que no está justificada. Todo ello, a pesar del estrepitoso fracaso en el desarrollo de tratamientos farmacológicos, teniendo en cuenta la cantidad de dinero y esfuerzos invertidos. Todos estos argumentos no implican que no se reconozca el papel que tiene la parte biológica del individuo en tener o no una adicción. Lo que queda suficientemente demostrado es que no es la única causa, ni es posible explicar todos los aspectos de la adicción sólo a través de la biología. Aunque este movimiento reduccionista de la adicción surge en EE.UU., la situación en nuestro país es muy parecida. Se está extendiendo la idea de que la adicción es una enfermedad, reforzada por intereses económicos, con el consiguiente riesgo para los usuarios adictos. Fue en el año 1985, ante el incremento de las drogodependencias y como respuesta a la alarma social imperante, cuando en España se pone en marcha el Plan Nacional sobre Drogas, que se crea en torno al planteamiento de que la adicción es un problema de salud tanto individual como pública, que no se puede abordar sin contar con los factores sociales que lo condicionan. De este modo, la red asistencial española se creó desde una perspectiva integral en la que los dispositivos asistenciales acompañaban el tratamiento psicosocial, con una exhaustiva evaluación y tratamiento de las complicaciones biológicas asociadas al consumo. Durante años, este modelo flexible ha estado dando una respuesta efectiva a las necesidades de nuestro país, con unos niveles de calidad muy buenos. Además, la visión de las adicciones desde una perspectiva biopsicosocial, ha permitido incluir intervenciones preventivas en España, que han contribuido a reducir considerablemente la prevalencia de personas con adicción. Sin embargo, en los últimos años, gracias a la proliferación de defensores del modelo de enfermedad, estamos viviendo el declive paulatino de la red asistencial española de las adicciones: se está justificando la desaparición de las redes especializadas, ajenas a esta visión limitada y parcial, y se pretende reubicar de forma exclusiva el tratamiento de los drogodependientes en la red psiquiátrica estándar. Estos cambios se han ido dando en un entorno de crisis y recortes, amparándose además en la existencia de la, ya comentada, patología dual. Aunque se carece de publicaciones con datos concretos que cuantifiquen las consecuencias que está teniendo el modelo de enfermedad en el cambio asistencial de nuestro país, son numerosos los profesionales que afirman que, ante la demanda de atención, se están adoptando alternativas de tratamiento sin tener en cuenta la evidencia científica. Por ejemplo, Domingo Comas (2017), doctor en Ciencias Políticas y Sociología, en su artículo relata una imagen desoladora de la asistencia a drogodependientes causada por la desaparición de los programas de intervención de carácter integral y biopsicosocial, lo que conlleva una carencia de recursos reales para las personas con trayectorias graves de dependencia. Según la experiencia diaria de Comas, aunque todavía sobreviven algunos centros especializados en drogodependencias, habiendo desaparecido por completo en algunos territorios españoles, los profesionales que pretenden hacer una intervención integral de carácter biopsicosocial, carecen de los medios y los apoyos para atender las necesidades de los usuarios. Aunque en los planes de algunos dispositivos aun figura que trabajan desde esta perspectiva, el trabajo real de en los últimos años se ha convertido en una pelea por demostrar que ciertas actividades básicas son necesarias para la intervención. En definitiva, queda demostrado que el modelo biopsicosocial, que tiene en cuenta los factores biológicos, psicológicos, culturales, sociales e individuales, es el modelo que, de forma más rigurosa y lógica, atiende las pruebas científicas sobre la naturaleza de la adicción. Son muchas las aportaciones de la psicología en la comprensión, evaluación, prevención y tratamiento de las adicciones; destacando, por ejemplo, las técnicas motivacionales, las técnicas de deshabituación psicológica o las técnicas de prevención de la recaída, entre otras (Becoña, 2016). Evidentemente, nuestra formación profesional nos lleva a entender al ser humano de modo integral, no parcializado ni reduccionista. Tal y como proclama la REICA en su documento, es imprescindible que se mantenga una atención especializada, centrada en la persona y en su desarrollo, desde un enfoque integral biopsicosocial. Si queremos abordar de forma adecuada el problema social e individual de las drogadicciones, hay que luchar por conservar una red asistencial amplia y flexible, con la participación de organizaciones sociales, internacionalmente reconocidas, en permanente adaptación a una realidad cambiante. De la misma forma que se deben continuar impulsando programas preventivos multicomponentes e intersectoriales que promuevan la implicación de las familias, la escuela, las empresas y centros de trabajo y la sociedad en su conjunto. |
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