¿SON LOS TRASTORNOS PSICOLÓGICOS ENFERMEDADES COMO OTRA CUALQUIERA?

22 Abr 2008

Tal y como anunciábamos ayer, Infocop abordará, en dos artículos y una entrevista, diferentes problemáticas y matices de la intervención en salud mental, que pasarán por preguntarse sobre la ausencia de profesionales de la Psicología en el SNS y su falta de reconocimiento por parte de las autoridades.

En el artículo que hoy publicamos, Marino Pérez, Catedrático de Psicopatología de la Universidad de Oviedo y coautor del polémico libro La invención de los trastornos mentales. ¿Escuchando al fármaco o al paciente?, problematiza sobre el concepto de enfermedad mental en el que se basan buena parte de los profesionales de la salud, así como de sus implicaciones en la atención sanitaria que se ofrece.

Marino Pérez Álvarez
Universidad de Oviedo

Aunque el DSM-IV y CIE-10 no utilizan el término enfermedad sino el de trastorno, traducción de disorder, en los contextos clínicos y, en particular, en Atención Primaria y en Salud Mental, se da a entender, si es que no se da por hecho, que los problemas psicológicos (psiquiátricos o mentales, que en esto no hay caso ahora) son «enfermedades como otra cualquiera».

Modelo de enfermedad mental al uso en contextos sanitarios

El modelo de enfermedad al uso en contextos sanitarios es tan simple como falaz. Consiste básicamente en definir el problema presentado por un listado de síntomas y suponer que deriva de un desequilibrio neuroquímico (González Pardo y Pérez Álvarez, 2007: 32-37).

La definición del problema por un listado de síntomas viene facilitada por los sistemas de clasificación establecidos: DSM o CIE. Dejando aparte muchas otras cuestiones relativas a estos sistemas, el punto ahora es que el problema consultado queda reducido a unos cuantos síntomas. Con tal de reunir 5-6 de una serie de 10 ó 12, uno ya sería acreedor de un diagnóstico formal (depresión, ansiedad, trastorno de pánico, fobia social, etcétera). De esta manera, el problema del paciente no sólo queda reducido a una lista de síntomas (un síndrome), por lo común, aquéllos que son sensibles a la medicación, sino recortado de su vida, de su contexto biográfico y circunstancias personales.

 
    Marino Pérez          

El problema resulta, pues, descontextualizado de su sentido psicológico. En general, la entrevista diagnóstica para el médico de Atención Primaria, y en su caso el psiquiatra, viene a ser un puzzle en el que el paciente tiene las piezas y el clínico trata de encajarlas en un cuadro, escogiendo unas y dejando fuera otras. Una vez resuelto dicho puzzle (diagnóstico), lo siguiente es la prescripción del psicofármaco de turno. En adelante, lo que hace el clínico es preguntar por los síntomas cara a mantener, subir o bajar la dosis o cambiar de preparado, un procedimiento conocido como «escuchar al fármaco» («escuchando al Prozac»), no precisamente a la persona. Ciertamente, no habría por qué perder mucho tiempo escuchando a la persona si, como se supone, su trastorno deriva de un desequilibrio neuroquímico.

Por su parte, el desequilibrio neuroquímico es más algo supuesto por el modelo psicofarmacológico que evidenciado por la investigación psicopatológica. Sin menoscabo de la existencia de desequilibrios químicos en la base de ciertas enfermedades (sea por caso el de la glucosa en relación con la diabetes), lo cierto es que no está establecido ningún desequilibrio neuroquímico específico en relación con ningún trastorno mental. De hecho, tales supuestos desequilibrios, incluyendo el tan socorrido de la serotonina en relación con la depresión son, en realidad, más dispositivos del marketing farmacéutico que hallazgos científicos.

Así pues, el modelo de enfermedad al uso en relación con los trastornos psicológicos está sustentado por dos patas falsas: la falsificación del problema, al reducirlo a unos cuantos síntomas desprovistos de sentido personal y la falacia del desequilibrio neuroquímico como supuesta causa a remediar.

¿Es mejor estar ‘enfermo’ que tener un problema psicológico?

Incluso sin fundamento científico ni clínico, la noción de enfermedad aplicada a los trastornos psicológicos podría ser defendida en aras de la reducción del estigma, como así viene ocurriendo en los últimos años. En efecto, profesionales de salud mental, sin duda bien intencionados, abogan por enseñar a la gente que los problemas mentales son enfermedades como otra cualquiera. Se supone que la compasión y benevolencia dispensada a los enfermos de condiciones fisiológicas serían extensibles y beneficiosas para aquéllos con trastornos mentales. Más en particular, el objetivo es que así los pacientes serían vistos como víctimas de enfermedades más allá de su control y, consecuentemente, no serían culpables de su problema. El culpable sería el cerebro y una suerte de lotería genética negativa.

El caso es que la noción de enfermedad, lejos de evitar el estigma es, en realidad, estigmatizante. Así, se ha visto que las personas con supuestas enfermedades mentales son tratadas con distancia y consideradas como imprevisibles y poco fiables, incluso por los familiares y los propios clínicos (Read, Haslam, Sayce y Davies, 2006; Van Dorn, Swanson, Elbogen y Swartz, 2005). Así mismo, a los pacientes a los que se les da a entender que el trastorno tiene causas biológicas, consideran que el tratamiento requerido llevará más tiempo, son más pesimistas acerca de la mejoría y adoptan un papel más pasivo ante los clínicos y su propio problema que si se les da a entender que tiene causas psicológicas (Lam y Salkovskis, 2007).

Es más, las personas con problemas caracterizados en términos de enfermedad son tratadas con más dureza que si lo hacen en términos psicológicos, como se ha visto en estudios experimentales, siguiendo el paradigma de Milgran. Los participantes llegaban a aplicar supuestamente shocks más fuertes en una tarea de aprendizaje a los «aprendices» que, según se había sugerido, habrían padecido una «enfermedad mental», que a los que habían tenido «dificultades psicológicas» o nada en especial (Metha y Farina, 1997). Esto apunta a que la «condición biológica» genera el estigma de ser diferente, dando lugar a la conocida forma de deshumanización mecanicista, en la que los seres humanos son vistos como autómatas, inertes, rígidos y carentes de autonomía (Haslam, 2006). Es bien posible que todo esto tenga que ver con la usual estrategia de «escuchar al fármaco» más que a la persona propiamente. Por supuesto que se habla con la persona, pero es más por cortesía y buena educación que para analizar y entender su problema y, en definitiva, tomarlo como un asunto personal.

En consecuencia, la política de que los trastornos psicológicos son como cualquier otra enfermedad no sólo no ha evitado el estigma sino que lo ha aumentado en varias dimensiones más. Por el contrario, la presentación de los problemas psicológicos como lo que son (problemas, dificultades, crisis) no es estigmatizante y es a la vez política y científicamente correcta.

Pero, ¿es que no son útiles los psicofármacos?

Con todo, no se negaría la utilidad de los psicofármacos. Ahora bien, se deberían utilizar como lo que son: sintomáticos, en esto como los antigripales; y protésicos, cual ayudas artificiales y provisionales. Artificiales porque la solución bioquímica no es homogénea con la naturaleza psico-social del problema y provisionales porque deberían aplicarse por un tiempo limitado del orden, por ejemplo, de 3-6 meses y no de los años y años que suelen, lo que evidencia su ineficacia (como si la escayola para un brazo tuviera que llevarse durante ocho o más años). Se da la paradoja de que se prescribe la medicación por un tiempo breve y después se mantiene para evitar el efecto de retirada, una vez que el paciente se ha «habituado» en varios sentidos.

Respecto a la posible combinación de psicofármacos y terapia psicológica, por razonable que parezca, la verdad es que sus resultados no compensan sus costes. En general, la combinación no es mejor que lo que cada una de las terapias ofrece por sí misma y aún podría ser contraproducente en algunos problemas cuando, por ejemplo, la terapia psicológica consiste en afrontar ciertas experiencias que la medicación apacigua (pensando en psicoterapias de exposición, experienciación o aceptación). Por otro lado, si alguien está tomando medicación difícilmente va a tomar en serio la psicoterapia. Curiosamente, la mayor defensa de la combinación viene, por lo general, de las guías sustentadas por la industria farmacéutica. Pareciera que con tal de dar medicación, por qué no también psicoterapia (un poco de charla a la par de la pastilla, pero ésta que no falte). (Véase González Pardo y Pérez Álvarez, 2007, cap. 15).

Puestos a hablar de combinación, la recomendación más adecuada sería empezar con terapia psicológica y contemplar la medicación después de, al menos, diez sesiones de aquélla si se viera todavía conveniente. La terapia psicológica lleva su tiempo, pero en la escala de una medicación de años o de por vida, unas diez sesiones es sin duda una terapia breve y, considerando todo lo que hay que considerar, más económica que la medicación, como ha mostrado el informe sobre la depresión de la London School of Economics (LSE, 2006).

Los trastornos psicológicos no son enfermedades

La cuestión de fondo es que los trastornos psicológicos (psiquiátricos o mentales) no son enfermedades como otra cualquiera, como la diabetes o la artritis según se comparan a menudo. Los trastornos psicológicos no son tipos o entidades naturales como pueden serlo las enfermedades propiamente, sino tipos prácticos o entidades interactivas, susceptibles de ser influenciadas por el conocimiento, interpretaciones y explicaciones que se den de ellas (o de las experiencias y conductas de las que derivan tales entidades) en el contexto clínico de la «entrevista psiquiátrica» y en el extra-clínico de la cultura popular y la «sensibilización de la población» (Hacking, 2001; González Pardo y Pérez Álvarez, 2007). La interpretación y explicación que demos de nuestra diabetes no altera el metabolismo de la glucosa, pero la interpretación y explicación cultural y clínica de la depresión y la ansiedad influye en su realidad, convirtiéndola, por ejemplo, en una enfermedad vivida como otra cualquiera (pero no porque lo sea realmente) o en un problema de la vida del que la propia persona sería un agente activo en su solución, y no necesariamente el paciente pasivo de un presunto desequilibrio neuroquímico.

Las terapias psicológicas tienen su base precisamente en esta condición práctico-reconstructiva e interactiva del problema presentado. De hecho, consisten en ayudar a la gente no sólo a entender su problema, sino también a desarrollar poder y habilidades en relación con las experiencias y situaciones que de otra manera, dada la cultura y la política predominantes, les convertiría fácilmente en pacientes de supuestas enfermedades, a expensas de una medicación a menudo crónica.

Llegados aquí, la pregunta sería qué es lo que quiere la sociedad: ¿pacientes consumidores de psicofármacos, por no decir drogodependientes del Sistema Sanitario; o personas usuarias de servicios psicológicos que les ayuden a solucionar sus problemas, dificultades o crisis?

Referencias bibliográficas:

González Pardo, H. y Pérez Álvarez, M. (2007). La invención de trastornos psicológicos. ¿Escuchando al fármaco o al paciente? Alianza Editorial.

Hacking, I. (2001). ¿La construcción social de qué? Paidós.

Haslam, N, (2006). Dehumanization: an integrative review. Personality and Social Psychology Review, 10, 252-264.

Lam, D. C. K. y Salkovskis, P. M. (2007). An experimental investigation of the impact of biological and psycological causal explanations on anxious and depressed patients’ perception of person with panic disorder. Behaviour Research and Therapy, 45, 405-411.

LSE (2006). The Depression Report. A New Deal for Depression and Anxiety Disorders. The Centre for Economic Performance’s Mental Health Policy Group.

Metha, S. y Farina, A. (1997). Is being ‘sick’ really better? Effect of the disease view of mental disorder on stigma. Journal of Social and Clinical Psychology, 16, 405-419.

Read, J., Haslam, N., Sayce, y Davies, E. (2006). Prejudice and schizophrenia: a review of the ‘mental illness is a illness like any other’ approach. Acta Psychiatrica Scandinavica, 114, 303-318.

Van Dorn, R. A, Swanson, J. W., Elbogen, E. B. y Swartz, M. S. (2005). A comparison of stigmatizing attitudes toward persons with schizophrenia in four stakeholder groups: perceived likelihood of violence and desire for social distance. Psychiatry, 68, 152-163.

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