PSICOPATOLOGÍA Y CINE: UNA MEZCLA EXPLOSIVA

22 Jun 2006

Beatriz Vera Poseck

Psicología y cine han recorrido caminos convergentes desde que ambos aparecieran a finales del siglo XIX: mientras Wundt creaba el primer laboratorio de Psicología experimental en Leipzig (Alemania), allá por el año 1879; los hermanos Lumiere inventaban el cinematógrafo en París en 1894. Desde entonces, una y otro han establecido puntos de contacto y han convergido en diferentes espacios.

El Séptimo Arte se ha sentido especialmente atraído por la enfermedad mental a la hora de buscar temas e historias para sus guiones, desde los principios del cine mudo hasta nuestros días.

La psicología, por su parte, ha sido fuente de estudio, principalmente el psicoanálisis, en ensayos tan famosos y clave para la teoría cinematográfica como El significante imaginario (1977), de Christian Metz, trabajos en los que se analiza cómo el espectador hace frente a las imágenes cinematográficas, cómo el cine implica directamente al inconsciente y al estado primigenio del ser humano.

Lamentablemente, la imagen que de la enfermedad mental y de quienes la padecen ha dado el cine a lo largo de sus décadas de historia, no ha sido siempre demasiado acertada. El cine ha ayudado a perpetuar mitos y estigmas que, de forma constante, se presentan asociados a la locura: la frecuente asociación de enfermedad mental y violencia, por ejemplo, se hace especialmente dramática en el caso de la confusión constante entre psicosis y psicopatía.

 

En este sentido, por ejemplo, podemos resaltar el caso de la película Spider (2000), de David Cronenberg, que tiene como personaje central a una persona esquizofrénica. Sin embargo, en la carátula del DVD en castellano se nos invita a sumergirnos en la mente del «psicópata».

La fascinación que despiertan entre el público las películas «de locos» hace del cine un medio especialmente poderoso para transmitir conocimiento sobre la enfermedad mental, y, en muchos casos, se convierte en el único referente que el público general tiene sobre los trastornos y sus manifestaciones. De ahí la importancia de esclarecer y delimitar lo que de mito y de verdad hay en las películas que tratan el tema de la locura.

Podemos encontrar dos tendencias generales en el cine a la hora de representar las enfermedades mentales. Por un lado, una tendencia a edulcorar el trastorno, presentando una imagen dulcificada e ingenua del enfermo mental, algo que ocurre, por ejemplo, en trastornos como el retraso mental o el autismo. Es fácil intuir esta tendencia en películas como Forrest Gump (1994) o Yo soy Sam (2001). Y por otro lado, la tendencia a presentarlo como un factor inevitablemente asociado a la violencia, el terror e, incluso, al crimen, como ocurre frecuentemente con la esquizofrenia o el trastorno de identidad disociativo.

De todos los trastornos mentales que el cine ha tomado como referente, cabe destacar, por su especial fascinación, el trastorno de identidad disociativo. Este trastorno ha sido escogido por infinidad de cineastas para convertirse en la base de enrevesados giros de guión y trucos finales sorprendentes que, de otro modo, hubieran sido absurdos e injustificables. Algo que observamos en películas como El club de la lucha (1999), Identidad (2003) o El escondite (2005), en las que nada acaba siendo lo que parecía y lo que parecían personajes diferentes terminan desvelándose como uno sólo.

La relación más sorprendente entre psicopatología y cine surge, sin duda, de este trastorno, a partir del célebre caso de Sybil. En 1973 se publicó en Estados Unidos un libro basado en el caso real de una joven que desarrolló hasta 16 personalidades diferentes a lo largo de muchos años de terapia. Pronto, el libro se convirtió en un best-seller y pocos años después se estrenó un telefilm, Sybil (1976), que causó verdadero furor entre el público norteamericano. Lo realmente impactante del caso es que el trastorno de identidad disociativo era considerado en aquella época como un trastorno mental muy raro, con poco menos de 50 casos diagnosticados en todo el mundo. Pero, en los años que siguieron a la aparición del libro y el estreno de la película, la cantidad de diagnósticos ascendió a más de 40.000.

 

Mucho se ha hablado de la posibilidad de que en el desarrollo de un trastorno de identidad disociativo juegue un papel crucial la figura del terapeuta y su capacidad de sugestión en pacientes especialmente sensibles y receptivos. El caso de Sybil viene a apoyar estas teorías que afirman que se trata de un trastorno «creado» culturalmente y apoyado por los medios de comunicación.

Otro caso particularmente interesante surge con la película Memento (2000), que toma la amnesia anterógrada del protagonista no sólo como eje temático, sino como elemento estético que determina la estructura narrativa, sumergiendo al espectador en un estado de desconcierto similar al que sufre el personaje principal.

Dentro del cine asociado a la locura, encontramos películas que han marcado hitos en el conocimiento que el público tiene sobre un determinado trastorno, como Rainman con el autismo o Mejor… Imposible con el trastorno obsesivo compulsivo, de la que se dice que hizo acudir al especialista a cientos de personas que padecían el trastorno desde hacía años, pero no habían sido conscientes de él.

El cine se convierte, pues, en una valiosa herramienta con la que mostrar al público los oscuros pasadizos de la mente humana, razón por la cual se hace tan importante cuidar que la imagen que se da de las disfunciones de la mente sea correcta y adecuada.

Sobre la autora:

Beatriz Vera Poseck es Licenciada en Psicología, especialista en Psicología Clínica por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente elabora su proyecto de investigación de tesis, es coordinadora de la web www.psicologia-positiva.com y colabora como redactora en diferentes revistas científicas y culturales. Vera Posek es autora del libro Imágenes de la locura. La psicopatología en el cine, recientemente publicado por Ediciones Calamar.

 

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