SOBRE LA FELICIDAD Y EL SUFRIMIENTO
29 Ene 2009
El pasado 22 de enero de 2009 tuvo lugar el acto de investidura, donde Ramón Bayés fue nombrado doctor Honoris Causa en Psicología por la UNED.
Ramón Bayés Sopena es Doctor en Filosofía y Letras (Sección de Psicología) y Diplomado en Psicología Clínica por la Universidad de Barcelona. Desde 1983, es Catedrático de Psicología Básica en la Universidad Autónoma de Barcelona, y en 2002 fue nombrado Profesor Emérito por dicha Universidad. Durante más de cincuenta años, se ha dedicado a diferentes áreas de la Psicología, aunque es una figura de referencia en el campo de la Psicología de la Salud, experto en cáncer, SIDA y cuidados paliativos, como demuestran sus más de 700 publicaciones. Infocop Online tiene el placer de publicar para sus lectores su discurso de investidura como Doctor «Honoris Causa» por la UNED.
Discurso de Investidura como Doctor «Honoris Causa» por la UNED
Madrid, 22 de Enero de 2009
Ramón Bayés
Ante todo quisiera manifestar mi profunda gratitud a la UNED por el alto honor que me otorga, el cual constituye a mis ojos el reconocimiento y culminación de toda una vida académica. La solemnidad del presente acto, no puede sino evocarme, como cinéfilo, imágenes de una de mis películas preferidas, Fresas salvajes de Ingmar Bergman. En ella, Isak Borg, el viejo profesor, mientras conduce su coche a través de los bosques de Suecia para someterse a la investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Lund, pasa emotiva revista a algunos de los sucesos de su vida que más habían contribuido a su identidad profesional y humana.
En este 22 de enero, de forma similar a Isak Borg, también se me aparecen muchas escenas del acaecer de mi propia existencia, y de ellas me gustaría destacar aquella, ya muy lejana, en la que otro entrañable profesor, el catedrático de Psicología de la Universidad de Barcelona, Francesc Gomá, en unos minutos de hospitalaria charla, consiguió desvelar mi latente vocación universitaria y comunicarme las fuerzas necesarias para introducir un drástico cambio de timón a mi vida, y empezar a recorrer, a los 29 años, el arduo, pero altamente satisfactorio camino, que me ha conducido hasta este salón de actos en el día de hoy. Sin aquella charla y sin el apoyo de mi compañera Angels, mi vida, sin duda, habría sido muy distinta. Francesc Gomá, maestro y, por encima de todo, ser humano, ha sido mi modelo de profesor a lo largo de mi ya dilatada singladura. Si en este momento, por alguna rendija del cielo o de algún otro lugar – puede contemplarme estoy seguro de que en sus labios debe dibujarse una tierna sonrisa de complicidad.
Siguiendo a Aristóteles y a Ortega, Diego Gracia nos señala con claridad que el fin de toda vida humana es alcanzar la felicidad, la plenitud, y que no es posible conformarse con menos: «Todos vamos dirigidos hacia ello escribe como la flecha del arquero hacia su blanco». No podemos renunciar a esta meta, aunque no estén determinados a priori ni el modo ni los medios para lograrla. Y, sin embargo, en lúcidas palabras de Albert Camus, uno de los más brillantes escritores de nuestro tiempo, la realidad es que: «Los hombres mueren, y no son dichosos». Un psicólogo con gran experiencia clínica, sensible y buen amigo Javier Barbero suele decir que es posible crear una red de hospitales sin dolor pero que es absurdo concebir un solo hospital sin sufrimiento. Lo cual, en el presente contexto, me lleva a preguntarme hasta qué punto podemos los psicólogos facilitar a las personas medios para que alcancen su blanco de felicidad, o puedan aliviar su sufrimiento. |
Es de estos conceptos: «persona», «felicidad» y «sufrimiento» de los que, en el tiempo de que dispongo, me gustaría hablarles. No voy a citar a Platón, Kant o Spinoza; soy consciente de que la filosofía no es mi terreno. Deseo tan solo compartir con Uds., desde la sencillez, unas reflexiones en voz alta teniendo presente que, como profesores, nos ocupamos de alumnos que, además, son personas; y que como investigadores y como profesionales sanitarios, debemos explorar, diagnosticar y atender no sólo a organismos enfermos o conductas alteradas sino a las personas que los padecen.
Eric Cassell, en un articulo paradigmático, publicado en 1982 en la revista The New England Journal of Medicine con el título «El sufrimiento y los objetivos de la medicina», nos trasmite un mensaje capital: «Los que sufren, no son los cuerpos; son las personas». Y surge de inmediato la pregunta: ¿qué es una persona?
En 1926, en una recordada conferencia magistral pronunciada en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, un médico ilustre, Francis Peabody señalaba: «Cuando hablamos de un
A finales del pasado siglo, el denominado Informe Hastings nos aporta un atractivo modelo de salud para el siglo XXI que subraya que «los enfermos presentan sus malestares al médico como personas; esto es lo que experimentan subjetivamente de forma más directa y lo que suele motivarles a buscar alivio. Se presentan a sí mismos como individuos, y son precisamente esos individuos los que deben constituir el punto de partida de la cura y los cuidados».
Sin embargo, en contraste con esta línea de pensamiento, en la mayoría de nuestras Facultades y Escuelas universitarias del ámbito de la salud y también en los hospitales universitarios, únicamente se suele adiestrar a los estudiantes a explorar organismos y conductas, no personas; a diagnosticar y tratar enfermedades o patologías, no sufrimiento. En las Facultades de todo tipo, pero especialmente en las de Psicología, tal vez deberíamos plantearnos si los profesores somos suficientemente conscientes de que no sólo tenemos delante o a distancia estudiantes de bioestadística, genética o psicopatología, sino personas. Y en este punto, no puedo sino recordar el lamento, ya inútil, de Emma Thompson, la protagonista de la película «Amar la vida» (Wit), cuando gravemente enferma de un cáncer terminal, evoca escenas de su estricta y fría actuación como docente en la universidad. ¿Debemos los profesores limitarnos a impartir y verificar conocimientos y habilidades a nuestros alumnos, o más bien tratar de cincelar personas autónomas que posean buenos conocimientos y habilidades? Si Francesc Gomá me hubiera tratado sólo como potencial receptor de información, ciertamente hoy no me encontraría aquí.
Todos los seres humanos poseemos un organismo y todos somos personas. No hay duda, por tanto, de que estamos familiarizados con ambas realidades. Pero este hecho nos recuerda Cassell no nos capacita por sí sólo para explorar el funcionamiento del organismo ni el sufrimiento de las personas. Los médicos, los psicólogos, para poder llevar a cabo diagnósticos acertados y administrar los mejores tratamientos posibles, debemos, durante largos años, adquirir los conocimientos y habilidades necesarios en la Facultad y en la práctica. Sería lógico que, si de lo que se trata es de explorar, diagnosticar y tratar el sufrimiento de las personas, que se procediera de forma similar. Pero no es así. |
El problema aumenta porque, lo que causa sufrimiento a una persona no lo produce a otra; lo que despierta la emoción y la motivación de un alumno puede ser indiferente o tedioso para otro. Además, los factores que producen interés, aburrimiento o rechazo no sólo implican a la persona como un todo único y singular, sino que también son susceptibles de cambiar en el mismo individuo a lo largo del tiempo. Tan importante es conocer las estrategias de afrontamiento de una persona nos recuerdan Lazarus y Folkman como el hecho de que las mismas pueden variar de un momento a otro. «El sentido de la vida señala, por su parte, Viktor Frankl difiere de un hombre a otro, de un día para otro, de una hora a otra hora. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado».
Volvemos a preguntarnos: ¿Qué es una persona? Además de Eric Cassell, a quién he tenido la fortuna de conocer recientemente, algunos psicólogos cercanos – Pilar Arranz, Pilar Barreto y Javier Barbero; Emilio Ribes y Josep Roca; Miguel Costa y Ernesto López; Marino Pérez y José Ramón Fernández; Francesc Xavier Borrás y Quim Limonero – me han ayudado con sus escritos y comentarios a perfilar lo que, en este momento, entiendo por persona y que me permito ofrecerles, de forma abierta, para la reflexión y el debate.
La persona no es el organismo; no es la mente; no es el cerebro, y es, a mi juicio, insatisfactorio limitarse a decir que es un producto bio-psico-social. La persona es el resultado final, siempre provisional mientras funcione su cerebro, de su historia interactiva individual elaborada en entornos físicos, culturales, sociales y afectivos específicos, a través del lenguaje y otras formas de comunicación. En síntesis: la persona es el producto singular de su biografía. La persona no tiene res extensa; sin interacciones en contextos concretos la persona como tal no existiría. El cerebro, el resto del organismo, las otras personas y el entorno son tan sólo elementos necesarios para que las interacciones puedan tener lugar; si el organismo enferma o pierde alguna función, esto repercute en la persona, al igual que los comportamientos, los pensamientos y las emociones de la persona son susceptibles de influir en el funcionamiento del organismo. Y, aunque es cierto que cuando muere el cerebro muere la persona, el cerebro no es la persona; es tan solo uno de los elementos que permite que las interacciones se realicen y, por tanto, que la persona como tal exista.
Mientras que, desde un punto de vista jurídico, debemos considerar persona a toda criatura viva nacida de madre humana, desde el punto de vista de nuestra realidad como hombres y mujeres creo que la esencia de la persona lo constituye su identidad individual, fruto de su historia, única e irrepetible, de interacciones. La persona es, por tanto, a mi juicio, una realidad esencialmente relacional. Y en este punto, considero que es necesario hacer un esfuerzo para no caer en lo que Ryle llama error categorial. El coche, el motor, la carretera, los compañeros de viaje, el paisaje, son elementos que hacen posible y enriquecen el viaje pero no son el viaje. La persona no es el cerebro; la persona no es la mente, la persona no es la conducta; la persona no es el coche, no es el motor, no es la carretera. La persona, con toda su riqueza y complejidad, es el viaje. Cuando el cerebro se apaga, el viaje acaba; por ello, el cerebro puede considerarse como el elemento más valioso. Pero no es la persona, no es el viaje. Como dice Machado:
Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más:
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
La persona el resultado de una historia individualizada de interacciones se puede explorar a través de la observación, la actitud hospitalaria, la empatía, la escucha activa y el lenguaje. Las habilidades de comunicación (counselling), así como la validación de las biografías, constituyen la tecnología punta para aliviar el sufrimiento de las personas. Los sanitarios, deberían conocerlas a fondo para llevar a cabo buenos diagnósticos y administrar buenos tratamientos; los profesores, para impartir enseñanzas; los investigadores, para explorar a seres humanos que no sólo son organismos enfermos o conductas alteradas sino, esencialmente, individuos que sufren y que en todo momento también en el hospital, también en el aula, también en el laboratorio o frente al ordenador estén siempre intentando, en el seno de entornos complejos, tensar el arco con tino para alcanzar su blanco de felicidad.
Si a veces no tratamos a los pacientes, a los alumnos, a los sujetos de investigación, como personas puede ser debido a que, tal vez carecemos de las habilidades para hacerlo y, en este caso debemos reconocer que tenemos una asignatura pendiente; o creemos que no es de nuestra incumbencia, lo cual quizás signifique que nos hemos equivocado de profesión; o puede que no nos encontremos cómodos ante la presencia del sufrimiento de los demás y tendamos a evitarlo; o, finalmente, es también posible que sólo deseemos filtrar los datos que consideramos «objetivos», convencidos de que, en el mundo científico, las apreciaciones subjetivas son de escaso valor. En este último caso, tal vez deberíamos considerar el hecho de que, en la exploración del organismo y de la conducta, los resultados de los análisis clínicos, las radiografías, los electroencefalogramas y los cuestionarios psicológicos debidamente validados, proporcionan datos objetivos pero que los mismos se subjetivizan al ser interpretados por el profesional. Así, los mismos datos pueden dar lugar, al ser evaluados por profesionales distintos, a diagnósticos, tratamientos, hipótesis y modelos diferentes. En clínica tal vez convendría, por ejemplo, recordar que, recientemente, se han identificado los errores de diagnóstico como la mayor amenaza para la seguridad de los pacientes.
Y hablando de amenaza, esto nos lleva directamente al tema nuclear del sufrimiento, en cuyo concepto y definición coinciden autores procedentes de campos tan diversos como la psicología, la antropología, la filosofía, la medicina y la bioética. Loeser y Melzack, por ejemplo, dos autoridades en el campo del dolor, escriben que «el sufrimiento es una respuesta negativa inducida por el dolor pero también por el miedo, la ansiedad, el estrés, la pérdida de personas u objetos queridos y otros estados psicológicos»; Laín, señala, por su parte, que un hombre enfermo es, esencialmente, un hombre amenazado por la invalidez, el malestar, la succión por el cuerpo, el aislamiento y la proximidad de la muerte; el Informe Hastings, al que antes hemos aludido, nos indica que «la amenaza que representa para alguien la posibilidad de padecer dolores, enfermedades o lesiones puede ser tan profunda que llegue a igualar los efectos reales que éstas tendrían sobre el cuerpo». Finalmente, concluye Cassell, «se produce sufrimiento cuando la persona se siente amenazada en su integridad biológica o psicológica».
Así, podemos definir el sufrimiento como la consecuencia, dinámica y cambiante, de la interacción, en contextos específicos, entre la percepción de amenaza y la percepción de recursos, modulada por el estado de ánimo. Cuanto más amenazadora le parezca al enfermo, al estudiante, al profesor – a cualquier persona – una situación y cuanto menos control crea tener sobre ella, mayor será su sufrimiento. Si queremos aliviar el sufrimiento y facilitar el camino hacia la serenidad hay que aprender no sólo a explorar a los seres humanos como personas, sino también ayudarles, en lo posible, a adquirir control sobre la situación en que se encuentran. |
Se diluye la individualidad de las personas cuando se homogenizan sus biografías: en el ejército, en la cárcel, en el hospital, en las aulas, en las residencias de ancianos; cuando se restringe su capacidad de elección, cuando se limitan los escenarios en los que pueden moverse y se les conduce a hablar, reaccionar y obrar estereotipadamente. Es en el fondo lo que trata de contarnos Thomas Mann en «La montaña mágica» y un ejemplo extremo lo constituirían Auschwitz o la prisión de Ab·Ghraib en Irak. Un superviviente de Auschwitz, Primo Levi, en un terrible libro, «Si esto es un hombre», escribe: «Imaginaos ahora a un hombre a quién, además de a sus personas amadas, le quiten la casa, las costumbres, la ropa, todo, literalmente todo lo que posee: ser un hombre vació ». Cuando la biografía se desdibuja, el organismo permanece pero la persona, aunque todavía capaz de experimentar sufrimiento y alguna chispa de vida, se va desvaneciendo.
La persona es el viaje. Los psicólogos podemos contribuir a hacerlo más llevadero, disminuyendo las vivencias de amenaza, incrementando la percepción de recursos, y mejorando el estado de animo; disminuyendo la incertidumbre, ayudando a los hombres a deliberar en las encrucijadas difíciles y aumentado su percepción de control en el itinerario de la vida. Pero, sobre todo, no olvidando nunca que en la universidad, en el hospital, en la ciudad, en la familia, sea cual sea la edad, sexo, raza, condición o cultura de nuestros interlocutores, no nos relacionamos sólo con cuerpos con apariencia de persona, sino con personas reales que sufren y luchan porque tienen una permanente vocación de felicidad y plenitud.