CADA 3,8 MINUTOS SE ROMPE UNA PAREJA: EL PAPEL DEL PSICÓLOGO

6 Jul 2006

Jesús de la Torre Laso

Psicólogo del Punto de Encuentro Familiar APROME de Salamanca

Las rupturas familiares se están convirtiendo en un proceso cotidiano, casi lógico y «natural» en el desarrollo evolutivo de las relaciones interpersonales. Las últimas estadísticas apuntan que en nuestro país se produce una ruptura cada 3,8 minutos.

Este proceso, lejos de considerarse extremo, no deja de sorprendernos, pues las reacciones que desencadena van más allá de una situación de no-convivencia. Las implicaciones personales, económicas, sociales, familiares y judiciales suponen en muchos casos una crisis en el desarrollo personal y familiar.

Las rupturas familiares van a generar un proceso de cambios y alteraciones que implicará, inevitablemente, una reestructuración familiar, no sólo del núcleo conyugal esposo-esposa sino en mayor medida, de las relaciones entre los hijos con sus padres y con las familias extensas.

Esa ruptura conllevará, necesariamente, una nueva definición de los roles familiares, sobre todo de las relaciones paterno-materno-filiales y la forma en la que se produzca esa reestructuración será el predictor fundamental del equilibrio de las nuevas relaciones intrafamiliares. Los resultados de las investigaciones demuestran que muchos de los problemas, supuestamente atribuibles al divorcio, ya se encontraban presentes antes de producirse la ruptura matrimonial.

 

El enconamiento de los padres por continuar con los mismos problemas que les llevaron a la separación, va a suponer un desequilibrio mayor en la adaptación a la ruptura. La separación o divorcio de los padres afecta a los hijos en todos los aspectos, pero más que la ruptura en sí, lo que es más determinante es la posición en la que quedan los niños y el rol que asumen en dicho proceso. A veces, los hijos pueden mantenerse al margen de los padres, sin intervención en las decisiones que afectan a esta disolución. Otras, cuando las separaciones son más conflictivas y problemáticas, los hijos son parte mismo del conflicto, ya que heredan esos desacuerdos. Se ven inmersos en este proceso por voluntad propia, por el mismo transcurso de la ruptura o cuando son empujados a formar parte de tales circunstancias.

En la mayor parte de las ocasiones, los niños son los más perjudicados en todo este proceso, pues no disponen de los recursos suficientes para entender o asimilar la situación nueva a la que se enfrentan. Ahora, van a tener que establecer el vínculo con uno de sus padres de una manera diferente, en ocasiones de forma reglada, periódica, establecida judicialmente en la mayoría de los casos, ya sea mediante posturas de mutuo acuerdo entre los padres, o de manera contenciosa. A veces, el propio proceso de separación obliga a los hijos a cambiar su estilo de vida, ya que tienen que pasar temporadas con ambos progenitores en diferentes lugares, y esto provoca una adaptación a diferentes entornos, e incluso a otras personas que aparecen en la vida de los padres. Otras, sin embargo, son provocadas por los propios padres, quienes «obligan» consciente o inconscientemente, a posicionarse en una actitud negativa frente al otro progenitor.

 

Todos los niños implicados en este tipo de procesos van a experimentar un cambio en su vivencia personal, y por ende, manifestarán unas reacciones a dicho cambio. Estas variaciones dependerán de multitud de circunstancias, tales como el nivel de desarrollo de los hijos, el grado de conflictividad de los padres, la capacidad personales y los recursos de adaptación, etc. Aunque, según los numerosos estudios al respecto, lo que más influye en la adaptación de los niños al divorcio es la respuesta de los padres al estrés, más que el estrés en sí mismo.

Son las circunstancias que rodean a las separaciones las que plantean los problemas de resolución, más que las dificultades detectadas en el mismo proceso. En ocasiones, experimentan angustia y ansiedad al separarse de un progenitor para irse con el otro. Temen ser abandonados por el progenitor con el que están conviviendo, y por eso, pueden provocar un reclamo constante del amor que sienten por ellos, y demandar una mayor atención y sobreprotección. Otras veces, se pueden negar a marcharse con un progenitor para asegurarse, al menos, el afecto de uno de ellos. Es frecuente que ante la separación de un progenitor, anticipen este sentimiento de abandono, manifestando conductas disruptivas como miedo, inquietud, baja autoestima, problemas de sueño y alimentación, depresión, llantos.

Es casi una obviedad, que la disolución familiar implica, generalmente, el tener que acudir a los Tribunales de Justicia para determinar la división de artículos materiales, las propiedades, la economía familiar, así como la convivencia entre padres e hijos. Nuestra legislación no promueve que estas cuestiones se resuelvan mediante propuestas de resolución de conflictos como la mediación, aunque la sensibilidad social en estos temas tienda hacia esas otras vías de consenso.

En muchas ocasiones, el ejercicio práctico de la psicología entra dentro de esta conflictividad, bien a través de la citada mediación, la elaboración de informes periciales, o bien a través de la práctica clínica como resultado de un proceso terapéutico no resuelto.

La prioridad en estas intervenciones debe pasar por analizar cuál es el interés superior de los niños en este proceso de cambio, y por potenciar la idea de que las separaciones son un proceso de reestructuración personal e interpersonal. La psicología debería hace énfasis en la dinámica de la responsabilidad parental sobre la toma de decisiones, así como la des-implicación de los hijos en todo el proceso de ruptura familiar.

Referencias del artículo

Sobre el autor:

Jesús de la Torre Laso es Licenciado en Psicología y Máster en Psicología Jurídica. Actualmente es Psicólogo del Punto de Encuentro Familiar APROME en Salamanca.

 

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